Conocí a un viejo que le dicen “el forastero”.
Al parecer siempre viene a tomar a una especie de
bar que hay en las afueras de Castro, en Chiloé.
La dueña del local (en realidad es una casa donde
venden cerveza, sopaipillas y chicha de manzana) me dice que si el viejo toma
lo suficiente cuenta historias sobre supuestos países o ciudades natales, que
entretienen a quienes pagan su consumo.
Yo dudo un poco sobre la información, pero
finalmente me decido a invitarlo para ver si es cierto.
Me advierten eso sí, que no debo interrumpir ni
pedir aclaraciones si algo resulta inconexo.
Tres litros después el forastero cuenta su
historia:
-Vengo de un pueblo donde habían 1000 personas -dijo-.
Quince años después que yo naciera hubo una plaga y murieron 978. Los que
quedamos vivos tuvimos que quemar los cuerpos. Mientras lo hacíamos, nos
dividimos en dos grupos para hacer turnos y trabajar mejor. Fue entonces que
nos dimos cuenta. Dios quiso que sobreviviéramos dos grupos de 11. La
conclusión era obvia: Dios quería que nos enfrentásemos en un partido de
fútbol. Sin árbitros claro. Dejamos entonces de quemar los cuerpos y construimos
la cancha. Yo fabriqué las banderines de las esquinas. Fue entonces que, en
medio del olor a carne quemada, decidimos comenzar el partido. Aunque claro,
mientras nos ubicábamos en la cancha, supongo que todos tuvimos la misma
revelación. Dios se había portado como un conchesumadre. Nadie lo dijo en voz
alta, claro. Además él estaba mirando. Fue así que, silenciosamente, decidimos
rebelarnos. Empatamos cero a cero. Hasta el día de hoy nos juntamos y repetimos
el partido. Ya van 54 años. Dios debe estar más aburrido que la cresta.
-Pero… ¿siguen vivos todos los jugadores? –pregunté.
El viejo no contestó.
La historia terminó, por lo mismo, de esa forma.
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