“El río de mi aldea no hace pensar en
nada.
Quien está junto a él está solamente junto
a él”.
Alberto Caeiro.
Existe un pequeño pasaje cerca de una gran avenida.
Siempre me llamó la atención cuando pasaba frente a
él.
Parecía estar un poquito fuera de mundo, o fuera
del ritmo del mundo, al menos.
Un día, yendo hacia el trabajo, el micro se detuvo
un instante muy cerca de aquel sitio.
Al interior del pasaje, un viejo regaba unas
macetas que estaban en una ventana.
Fuera del pasaje, en tanto, todo era motor y apuro
y otro mundo.
Tal vez por eso, simplemente, fue que me bajé del
micro, en ese instante.
Y claro, fui hasta aquel pasaje.
Entré en él apenas unos pasos y me detuve.
El viejo que regaba las macetas movió la cabeza,
para saludar.
Yo devolví el saludo.
Me quedé ahí un buen rato.
Había una paz extraña, según recuerdo...
Una paz extraña, pero tan plena, que ni siquiera
recuerdo haber buscado el nombre del pasaje.
Y claro, tampoco recuerdo haber tenido necesidad de
ver dónde conducía, o que elementos eran
característicos del lugar.
Así, simplemente, me quedé en aquel sitio a pocos
pasos de una avenida repleta de vehículos.
Me quedé en paz, recalco.
No hacía falta nada más.
Esto fue hace años, por cierto.
Puede sonar extraño, pero saber que ese sitio
existe –aunque yo no haya vuelto al lugar-, me hace pensar siempre en la
posibilidad última de un refugio.
...
No tengo más qué decir, de aquella historia.
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