jueves, 26 de junio de 2014

Tres orillas.

“¿Si el campesino muere,
quién alimentará a Rusia?”



I.

Hablamos harto con un hombre que trabaja transportando gente de un lado a otro en una lancha, cerca de Valdivia. Me explica que hace seis viajes ida y vuelta cada día entre una isla de muy pocos habitantes. Entonces, como a modo de confesión y un poco avergonzado, me lo dice:

-Cuando voy de una orilla a otra, me olvido hacia que orilla voy. Son lugares muy distintos y no tengo una buena explicación, pero igual me olvido.


II.

Leo en una revista la confesión de un director de orquesta ruso, cuyo nombre he olvidado. Dicha confesión hace referencia a una sensación de pánico que lo llevó a alejarse de su trabajo por algunos años y someterse a un importante tratamiento.

-Tenía una especie de miedo a que algún músico se revelase –decía el director-. A que me mire fijamente en medio de una presentación y decida no tocar. Dejar a un lado el violín o simplemente dejar de soplar el oboe, o el clarinete…

-Por otro lado –explicaba-, el miedo no es por el acto rebelde en sí, sino porque al dejar de tocar podría yo seguir escuchando el instrumento y descubrir que todo era una farsa… y comprender, entonces, que todo aquello solo estaba sonando en mi cabeza...


III.

A veces intento hablar conmigo mismo. No para llegar a algo claro, sino simplemente para escuchar mi voz y sentir si me reconozco… En otras palabras, lo hago para saber –en la medida de lo posible-, si esa es mi voz todavía.

Es un acto un tanto egoísta, es cierto, pero también es un acto necesario.

Algo así como tomarse el pulso, regar nuestro jardín o acercarte con cariño a ese libro de Vonnegut que siempre puede volver a cambiarte la vida.

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