“¿Si el campesino muere,
quién alimentará a Rusia?”
I.
Hablamos harto con un hombre que trabaja
transportando gente de un lado a otro en una lancha, cerca de Valdivia. Me
explica que hace seis viajes ida y vuelta cada día entre una isla de muy pocos
habitantes. Entonces, como a modo de confesión y un poco avergonzado, me lo
dice:
-Cuando voy de una orilla a otra, me olvido hacia
que orilla voy. Son lugares muy distintos y no tengo una buena explicación,
pero igual me olvido.
II.
Leo en una revista la confesión de un director de orquesta ruso, cuyo nombre he olvidado.
Dicha confesión hace referencia a una
sensación de pánico que lo llevó a alejarse de su trabajo por algunos años y
someterse a un importante tratamiento.
-Tenía una especie de miedo a que algún músico se
revelase –decía el director-. A que me mire fijamente en medio de una
presentación y decida no tocar. Dejar a un lado el violín o simplemente dejar
de soplar el oboe, o el clarinete…
-Por otro lado –explicaba-, el miedo no es por el
acto rebelde en sí, sino porque al dejar de tocar podría yo seguir escuchando
el instrumento y descubrir que todo era una farsa… y comprender, entonces, que todo aquello solo
estaba sonando en mi cabeza...
III.
A veces intento hablar conmigo mismo. No para
llegar a algo claro, sino simplemente para escuchar mi voz y sentir si me
reconozco… En otras palabras, lo hago para saber –en la medida de lo posible-, si
esa es mi voz todavía.
Es un acto un tanto egoísta, es cierto, pero
también es un acto necesario.
Algo así como tomarse el pulso, regar nuestro
jardín o acercarte con cariño a ese libro de Vonnegut que siempre puede volver
a cambiarte la vida.
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