Fue en un restaurante coreano.
En ese tiempo íbamos bastante a comer fuera.
De noche el restaurante se llenaba de asiáticos y
ya no oías a nadie hablando español.
Entonces, sacaban cartas especiales, con una serie
de platos mal traducidos que no ofrecían durante el día.
A veces reíamos leyendo el nombre de esos platos.
Quizá por eso íbamos de noche.
No lo sé.
Y bueno, la vez esa que recuerdo pedimos sopas y
unas masas extrañas, semifritas, hechas de papa y arroz negro.
Luego, de fondo, pedimos un plato en el que se
podía leer la palabra jaiba.
La mujer que nos atendió, con gestos, parecía
indicarnos que el plato tardaría mucho.
Le dijimos que no se preocupara, que lo queríamos
igual.
Ella regresó en media hora.
Era un plato enorme.
Tenía unas cuantas verduras en torno y en medio
estaba la jaiba, también enorme.
Entonces la mujer se fue y nos dejó frente a la
jaiba.
A mí me dio un poco de risa, pero me aguanté.
Fuimos escogiendo de a poco lo que la rodeaba, pero
no podíamos comer de ella.
Dejamos a un lado los palillos y probamos con
tenedores.
Nos era imposible llegar a la carne.
No veíamos quién podía atendernos así que seguimos
intentando.
Nos daba cierta vergüenza llamar y además se hacía
difícil explicar.
Con todo, era una situación chistosa.
Como de una cámara escondida coreana, pensaba, o
algo así.
Finalmente, intentamos explicar que no podíamos
partirla y la mujer volvió a llevarla a la cocina.
Desde dentro, la cabeza del cocinero se asomó a
mirarnos, comentando algo.
Pasaron así quince minutos hasta que la mujer
volvió con la jaiba.
Estaba prácticamente igual.
Tenía un corte, eso sí, pero en una parte extraña
del caparazón.
Igual no logramos comer nada.
Lo intentamos de mil formas.
Finalmente, volvimos a llamar a la mujer, pero ella
ya ni nos tomaba en cuenta.
No sé por qué nos dio risa.
Teníamos hambre, estábamos cansados y nuestra
relación no estaba, ciertamente, muy bien.
Yo la encontraba hermosa, mirando la jaiba, como si
intentase descifrarla.
Recuerdo que esa vez, con la jaiba entre nosotros, tuve
la certeza de que terminaríamos separados.
No importaba lo que sentíamos.
Eso no estaba en duda.
Pero de cierta forma éramos torpes.
Yo con una torpeza trágica y hasta dañina.
Ella torpe de una manera a veces infantil y
hermosa.
Pagamos.
La jaiba quedó ahí, sobre el plato.
Estoy seguro que ella seguía pensando en la jaiba,
con un poco de hambre.
No sabría explicar por qué lloré, de regreso, aquella
noche.
Que dulce...
ResponderEliminar:/ Agridulce
ResponderEliminarTienes razón, también es agrio... Pero me quedo con la risa de la imagen de los dos en un restaurante, en el que nadie entendía nada, luchando infructuosamente por comerse una jaiba. Me quedo con eso y con la dulzura que me provoca que, en medio de todo eso, hayas podido mirarla y encontrarla hermosa... PD yo también habría llorado :-)
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