domingo, 2 de marzo de 2014

Le arranqué las alas a la mosca y descubrí un hombre.



Le arranqué las alas a la mosca y descubrí un hombre.

Un hombre pequeñito.

Sé que no se hace, pero no es el punto.

Ya habrá tiempo para eso.

Lo importante aquí es que descubrí al hombre.

Y el descubrimiento me aturdió.

Entonces quise ordenar.

Ordenar el descubrimiento, me refiero.

Saqué un cuaderno.

Busqué un lápiz.

Sin alas la mosca se convierte en hombre, anoté.

Luego pensé que no convenía hacer máximas.

Cerré el cuaderno.

Sobre la mesa, a un costado, estaba la mosca sin alas.

O más bien el hombre pequeñito.

No sabía cómo nombrarlo, por cierto.

Ese era parte del problema.

Así, me acerqué hasta aquello para saber si hablaba.

Lo apreté un poco, incluso, para ver si hacía ruido.

Pero él no se inmutaba.

Tal vez solo es una mosca rara, me dije.

Una mosca sin alas que me ha causado impresión.

Pero claro… justo entonces la mosca se puso de pie y se sacudió un poco.

Miró una de sus patas como si tuviese un reloj y dio unos pasos.

Erguido.

Yo debía, sin embargo, seguir con mi rutina.

Deberes, ordenar algunas cosas… no podía hacerme cargo de esa mosca.

Luego deberé preocuparme por sus sentimientos, pensé.

Quise retroceder el tiempo y ponerle las alas.

Desee que aquello volviese a ser una mosca simplemente.

Nada más.

Comprender por qué la acción esa, de arrancarle las alas.

Sin pensar.

Sin decidirlo, incluso.

La mosca erguida, desde la mesa, me miraba como exigiendo comprensión.

Le arranqué las alas a la mosca y descubrí un hombre, le dije.

Un hombre pequeñito.

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