Conversando sobre adquisiciones inútiles con unos
amigos, me encuentro con la historia de una chica que compró un puente japonés.
Al parecer lo vio en una casa de remates y no pudo
aguantarse y lo adquirió sin pensar.
Es prima hermana de un compañero de universidad y
vivía en ese entonces en un pequeño departamento en Providencia.
-Según ella, el puente era igual a los de los
jardines de Monet… de madera incluso… unido por unas bandas ocultas, de metal –contó
mi amigo.
Según su versión, la chica habría tenido que
desarmar el puente y volverlo construir en el interior del departamento, tras
vaciarlo casi completamente.
-Lo supe porque mi madre le compró el comedor y yo
fui a buscarlo en la camioneta –agrega-.
-¿Y viste el puente? –pregunté.
-Solo a medio hacer… pero mi prima me contó que
pensaba dormir sobre él, incluso… yo pensé que estaba bromeando.
Lo peor de todo, sin embargo, según cuenta mi amigo, es que tras
armar el puente, la chica comenzó a obsesionarse con la idea de que eso no era realmente
un puente. Al parecer porque no unía dos espacios.
-Ella decía que armado así era solo un montón de
madera… -continúa mi amigo-, e intentó convencer a un tío que tenía una parcela,
para llevar el puente hasta ahí y hacer que un pequeño arroyo pasara bajo él.
-¿Lo consiguió?
-No creo… o sea, sé que todos en la familia decían
que se estaba volviendo loca… y que volvió a vivir con mis tíos hasta que se
volvió normal.
-¿Normal?
-Claro… o sea, se casó, tiene dos hijos… esas
cosas.
-Ya –digo yo.
Entonces nos quedamos en silencio hasta que mi
amigo adivina lo que estoy pensando.
-¿Quieres saber qué hizo con el puente? –me pregunta.
-Sí –admito.
Él me mira como advirtiéndome que la siguiente
información me hará mal.
-Lo está vendiendo –señala.
-Mierda –digo yo.
Mi corazón se agita.
Supongo que intentarás comprarlo!
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