lunes, 3 de febrero de 2014

Que cada ojo negocie por sí mismo.



Usted estaba contra un muro. No puede negarlo.

Usted movía los brazos y yo la observaba.

Yo pensaba entonces que usted apartaba algo, con las manos.

Entonces la oía y de cierta forma también sus palabras parecían retirarse.

Alejarse.

Venir y retirarse, tal vez.

Creo que en ese punto yo me acercaba y hablaba sobre las palabras.

Y claro, usted usaba las palabras como brazos y parecía también despejar el ambiente.

Desplazar pequeñas ramas.

Todo de forma delicada, por cierto.

Era como si usted apartase niños, con las palabras.

Los invitase al movimiento, me refiero.

Todo leve, claro, como un roce.

Todo leve, decía.

Y claro: también usted miraba.

No a mí, por supuesto, pero observaba algo.

Entonces yo seguía su mirada, pero no descubría dónde.

Y es que apuntaba donde usted veía, pero no descubría nada.

Usted en cambio podía hasta nombrar aquello que no veía.

Todo con palabras que no comprendo, por cierto.

Todo con esas palabras.

Pasaba el tiempo.

Así, de pronto me sorprendía usted con una pequeña mirada.

De soslayo casi, como no viendo.

Y sí… me convertía yo entonces en aquello no visto.

Aquello para lo que existían palabras que no comprendo.

Aquello que incluso, de cierta forma, no existía.

¿Me veía usted?

¿Qué veía?

La muerte en que vivimos, supongo.

Eso escuché decir.

No había nombre para mí.

Las visiones eran varias.

Que cada ojo negocie por sí mismo, me dijo.

Usted estaba contra un muro.

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