El letrero estaba en una casa, en el sector de El
Volcán, en el Cajón del Maipo. Estaba escrito con pintura de color sobre un
trozo de madera, colgado sobre una puerta entreabierta.
Cambio una
cosa por dos, decía.
Llamé y salió un niño.
-No entiendo lo que dice el letrero –le dije.
-¿No sabe leer?
-No, sí sé… pero no entiendo…
-Yo aprendí el año pasado –comentó.
-Es que suena raro… -le dije- ¿Cómo es eso de que
cambian una cosa por dos?
-Así… usted nos pasa una cosa y mi abuelo le regala
dos.
-¿Dos qué?
-Dos cosas -respondió.
-Mmm… -dije yo.
El niño me miraba impaciente.
-¿Quiere cambiar algo?
-¿Puede ser cualquier cosa?
-Sí, pero tiene que ser suya –explicó-. No se vale
recoger algo.
-Ya.
El niño esperaba.
Abrí mi mochila. No sabía bien qué buscar y me daba
un poco de vergüenza pasar algo muy pequeño.
Al final le pasé un polerón.
-¿Es suyo? -Preguntó el niño.
-Sí… ¿por qué?
-Parece de mujer.
-Es de macho –afirmé.
El niño se metió en la casa con el polerón y yo me
quedé esperando.
Pasaron como cinco minutos cuando el niño volvió.
-Mi abuelo le envió estas dos cosas –me dijo,
entregándome una bolsa.
Abrí la bolsa.
En la bolsa había un barquito de madera. Nada más.
-¿No se te cayó nada? –pregunté.
-No. Ahí están las dos cosas.
-Solo hay un barco –señalé, mientras se lo
mostraba.
-¿Y la bolsa?
-¿Qué pasa con la bolsa?
-También es una cosa –me dijo.
Era cierto.
El barco era bonito, de todas formas. Tenía
detalles extraños.
-¿Va a cambiar algo más? –preguntó el niño.
Yo lo pensé un poco y decidí que no.
Por un momento pensé en pasarle la bolsa, para ver
por qué me la cambiaba, pero finalmente desistí.
-¿Viene mucha gente? –pregunté, antes de irme.
-No –contestó-. Poquita.
Yo no supe qué más decirle.
Luego el niño se despidió y entró en la casa, sin
preocuparse de cerrar la puerta.
Es una buena
forma de vivir, pensé, mientras me alejaba.
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