Nos enseñaron a ir al mundo
para buscar la voz del mundo.
Entonces, acercamos los oídos a las rocas,
respiramos la tierra
y hasta cerramos los ojos
para sentir el viento en el rostro.
Estuvimos atentos.
Esperamos.
Así, descubrimos que nada de eso tenía voz.
O al menos,
descubrimos que nada de aquello
nos hablaba a nosotros
directamente.
Con todo,
algunos de los nuestros
intentaron hablar
por aquellas cosas.
Es decir,
pusieron sus propias palabras
en el supuesto discurso
de aquellas cosas.
Y claro:
así se contaminó,
finalmente,
el interior del mundo.
Suena terrible,
sin duda,
pero lo cierto es que aquel fue apenas
el primer paso.
Y es que luego
surgieron aquellos que pretendían hablar
por todos los hombres…
Y bueno
también aparecieron aquellos
que tomaron esas voces
como propias
y no pronunciaron jamás
palabra alguna.
¡Cuánto desperdicio…!
Yo, en cambio,
astuto y genio, como pocos,
guardé silencio mientras observaba
como los otros se hundían bajo el peso
de sus propias –o ajenas-, palabras.
No lo celebré,
sin embargo.
Aunque tampoco me dolí.
Simplemente observé, decía,
en silencio…
hasta que olvidé
mis propias reglas.
Astuto y genio,
como pocos,
pero olvidé de igual manera.
Es decir:
dejé salir las palabras…
y contaminé el mundo.
Hoy confieso,
sin embargo,
junto a lo anterior,
que nunca tuve nada que decir.
¡Qué mierda....!
Nada que decir
ni a quien decirlo.
Al leerte, vuelvo a la eterna batalla entre la sensación de superpoder al guardar silencio y la sensación de derrota al no tener que más decir o agregar.
ResponderEliminarMe gustó el final.
Gracias. saludos
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