martes, 13 de agosto de 2013

Nada que decir, ni a quien decirlo.


Nos enseñaron a ir al mundo
para buscar la voz del mundo.

Entonces, acercamos los oídos a las rocas,
respiramos la tierra
y hasta cerramos los ojos
para sentir el viento en el rostro.

Estuvimos atentos.

Esperamos.

Así, descubrimos que nada de eso tenía voz.

O al menos,
descubrimos que nada de aquello
nos hablaba a nosotros
directamente.

Con todo,
algunos de los nuestros
intentaron hablar
por aquellas cosas.

Es decir,
pusieron sus propias palabras
en el supuesto discurso
de aquellas cosas.

Y claro:
así se contaminó,
finalmente,
el interior del mundo.

Suena terrible,
sin duda,
pero lo cierto es que aquel fue apenas
el primer paso.

Y es que luego
surgieron aquellos que pretendían hablar
por todos los hombres…

Y bueno
también aparecieron aquellos
que tomaron esas voces
como propias
y no pronunciaron jamás
palabra alguna.

¡Cuánto desperdicio…!

Yo, en cambio,
astuto y genio, como pocos,
guardé silencio mientras observaba
como los otros se hundían bajo el peso
de sus propias –o ajenas-, palabras.

No lo celebré,
sin embargo.

Aunque tampoco me dolí.

Simplemente observé, decía,
en silencio…
hasta que olvidé
mis propias reglas.

Astuto y genio,
como pocos,
pero olvidé de igual manera.

Es decir:
dejé salir las palabras…
y contaminé el mundo.

Hoy confieso, 
sin embargo,
junto a lo anterior,
que nunca tuve nada que decir.

¡Qué mierda....!

Nada que decir
ni a quien decirlo.

2 comentarios:

  1. Al leerte, vuelvo a la eterna batalla entre la sensación de superpoder al guardar silencio y la sensación de derrota al no tener que más decir o agregar.
    Me gustó el final.

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