Nos
enorgullecemos porque pensamos y no sabemos por qué pensamos.
Creo que algo así lo escribía una vez Juan Emar.
Aunque claro, esto es como si diésemos vuelta un
vaso con agua y el agua se enorgulleciera de caer.
De hecho, si lo pensamos, resulta que es más que eso,
pues luego llegan toda esa serie de
sustituciones que vienen a intentar revelarnos otras apreciaciones. Por
ejemplo, que nos enorgullecemos de nuestra vida o de nuestras decisiones, pero
ni siquiera hemos tomado parte activa en el pensamiento y la elección de estas.
Con todo –y más allá de la certeza de las sentencias
anteriores-, debo reconocer que, con el tiempo, he ido adquiriendo ese orgullo
del agua que cae.
Es decir, orgullo de agua que no se aferra a nada.
Orgullo de agua que adopta la forma del recipiente
que la contiene y que de pronto cae y se dispersa en el vacío.
Eso sí debiese llenarnos de satisfacción.
Me refiero a no necesitar aferrarnos a nada más que
a nosotros mismos.
Permítanme que aplauda:
¡Qué valentía…!
¡Qué desprendimiento esencial…!
¡Cómo no enorgullecerse siendo agua que cae...!
Así, finalmente, me enorgullezco incluso porque mis ojos se me
cierran, justo aquí, irremediablemente... en medio de esta frase.
No hay comentarios:
Publicar un comentario