viernes, 30 de agosto de 2013

Como si el agua se enorgulleciera de caer.



Nos enorgullecemos porque pensamos y no sabemos por qué pensamos.

Creo que algo así lo escribía una vez Juan Emar.

Aunque claro, esto es como si diésemos vuelta un vaso con agua y el agua se enorgulleciera de caer.

De hecho, si lo pensamos, resulta que es más que eso,  pues luego llegan toda esa serie de sustituciones que vienen a intentar revelarnos otras apreciaciones. Por ejemplo, que nos enorgullecemos de nuestra vida o de nuestras decisiones, pero ni siquiera hemos tomado parte activa en el pensamiento y la elección de estas.

Con todo –y más allá de la certeza de las sentencias anteriores-, debo reconocer que, con el tiempo, he ido adquiriendo ese orgullo del agua que cae.

Es decir, orgullo de agua que no se aferra a nada.

Orgullo de agua que adopta la forma del recipiente que la contiene y que de pronto cae y se dispersa en el vacío.

Eso sí debiese llenarnos de satisfacción.

Me refiero a no necesitar aferrarnos a nada más que a nosotros mismos.

Permítanme que aplauda:

¡Qué valentía…!

¡Qué desprendimiento esencial…!

¡Cómo no enorgullecerse siendo agua que cae...!

Así, finalmente, me enorgullezco incluso porque mis ojos se me cierran, justo aquí, irremediablemente... en medio de esta frase.

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