“-A la abuela me la comí porque ya se
había gastado la vida-, dijo el lobo.
-¿Y a Caperucita? -preguntó el juez.
-No sé… digamos que su vida era más
valiosa para mí que para ella.”
O. W.
O. W.
Nunca me dio miedo el lobo, en los cuentos para
niños.
Y es que su comportamiento era esperable, después
de todo.
Agazaparse, acechar… atacar a su presa, me refiero.
Todo aquello me parecía razonable.
En cambio, recuerdo aún con miedo el dibujo final
del leñador, en un cuento de Caperucita.
Salía con tijeras e hilo, junto a la casa de la
Abuela, pues acababa de coserle la panza al lobo tras haberlo llenado de
piedras.
Ese dibujo sí que daba miedo.
No el lobo.
Nunca el lobo.
Y claro… yo no era muy consciente de aquello, pero
lo cierto es que poco a poco ya me ubicaba en uno de los bandos.
Quizá por eso, uno de mis sueños recurrentes era
que ocultaba a un lobo.
Generalmente él estaba escondido bajo mi cama,
intranquilo… atento al leñador que también aparecía y lo buscaba, rondando por
el lugar, sin decir palabra.
Así, ocurrió que, sin haberlo decidido –no habiéndolo
pensado, al menos-, acabé siendo cómplice del lobo.
No éramos aliados, sin embargo, pues su naturaleza
podía llevarlo a atacarme sin más, y uno debía estar preparado.
Fue una sensación que me acompañó por años, y que
yo creía cierta.
De hecho, en una foto de mi infancia, puede verse parte
del lobo bajo la cama, mientras yo estoy sentado, sobre ella.
Para tranquilizarse, finalmente, mi madre convino
en que debió meterse un perro, a escondidas, sin que nos percatáramos del
asunto.
Y claro… yo no quise discutir, y guardé silencio.
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