Tengo un vecino que ladra.
Nadie sabe quién es.
Todos en el edificio lo hemos escuchado
y las habitaciones fueron revisadas,
para comprobar que no se trataba
de un perro de verdad.
“¿Usted vive aquí?”,
me dijeron.
Yo dije que sí.
El administrador miró entonces
y vio libros por todo el lugar
y un colchón en el suelo.
“Es que estoy ordenando la biblioteca”,
le dije.
Y él se fue.
Días después citaron a una reunión
para tratar el tema.
“Alguien acá se está haciendo el chistoso”
dijo el administrador,
tras confirmar que en el edificio
no había ningún perro.
“Los que vivimos aquí
nunca habíamos pasado por esto antes”
dijo otro.
Luego comenzaron a comparar datos:
-horas en que se escuchan los ladridos.
-sectores del edificio desde donde son más audibles.
-posibles sospechosos.
Luego sentí que me miraban,
y supe de inmediato que yo era el sospechoso.
“¿Tienen algo que decirme?”
pregunté.
Pero ellos no respondieron.
Luego de un rato el administrador
pidió no culpar a nadie:
“No porque alguien haya llegado al mismo tiempo
que comenzaron los ladridos,
o porque alguien beba demasiado,
o porque su luz permanezca prendida toda la noche,
debemos desconfiar…”
dijo.
“Además hay que tener pruebas concretas…
de lo contrario, sería como acusar a alguien
por tener cara de perro…”
agregó.
Los otros, sin embargo,
me seguían mirando como con rabia,
y yo buscaba algo así
como un tipo de defensa,
pero sinceramente no encontré ninguna
que pareciera convincente,
y me quedé en silencio.
Dos días después
cerca de la una de la mañana
volví a sentir los ladridos.
Yo estaba leyendo a Onetti
y tomando unas cervezas,
y fue entonces que escuché.
“¡Guau…!”
Se escuchaba.
“¡Guau…!”
Se trataba de ladridos claramente
realizados por algún humano,
y yo apagué hasta la luz
para concentrarme en el sonido.
“¡Guau…!”
se volvía a escuchar.
Fue entonces que creí notar en los ladridos
una especie de nota triste,
o desgastada,
algo así como una oración sin esperanza,
o el idioma de un lugar
donde queda solo un habitante
llamando a los otros.
“No es bueno que el hombre esté solo”
pensé entonces.
Y tras un rato en que le di vueltas
a quién podría ser,
intenté mejor centrarme
en el significado del ladrido,
para comprender aquel idioma
que estaba a punto de perderse.
Así,
dejando de lado la molestia
por las sospechas infundadas,
y hasta las ofensas de unos chicos
que me gritaron “¡Buena Bobby!”
o “¡Buena Spike!”
cuando salía al trabajo,
decidí arriesgarme e intentar comunicarme
y comencé a ladrar en respuesta
con toda la fuerza que tenía
para asegurar que ese otro
me escuchara.
Estuvimos así largo rato,
un ladrido el otro,
y un ladrido yo,
hasta que quizá, desconociéndonos,
nos sentimos extrañamente comprendidos,
y me sentí en profunda paz
y tuvo cabida el silencio.
Fue así que a la tarde del día siguiente,
tras volver del trabajo,
me entregan una carta firmada
por el administrador y los residentes
informándome que el contrato de arriendo
había sido objetado,
y que debía irme del lugar
en un plazo de quince días.
Tras leerlo,
lo doblé cuidadosamente,
y salí al pequeño jardín del edificio
a enterrarlo como un hueso.
Luego fui hasta mi cuarto.
Ahora, claro está,
me dispongo a ladrar.
Y dejo la invitación abierta,
si se animan.
Nadie sabe quién es.
Todos en el edificio lo hemos escuchado
y las habitaciones fueron revisadas,
para comprobar que no se trataba
de un perro de verdad.
“¿Usted vive aquí?”,
me dijeron.
Yo dije que sí.
El administrador miró entonces
y vio libros por todo el lugar
y un colchón en el suelo.
“Es que estoy ordenando la biblioteca”,
le dije.
Y él se fue.
Días después citaron a una reunión
para tratar el tema.
“Alguien acá se está haciendo el chistoso”
dijo el administrador,
tras confirmar que en el edificio
no había ningún perro.
“Los que vivimos aquí
nunca habíamos pasado por esto antes”
dijo otro.
Luego comenzaron a comparar datos:
-horas en que se escuchan los ladridos.
-sectores del edificio desde donde son más audibles.
-posibles sospechosos.
Luego sentí que me miraban,
y supe de inmediato que yo era el sospechoso.
“¿Tienen algo que decirme?”
pregunté.
Pero ellos no respondieron.
Luego de un rato el administrador
pidió no culpar a nadie:
“No porque alguien haya llegado al mismo tiempo
que comenzaron los ladridos,
o porque alguien beba demasiado,
o porque su luz permanezca prendida toda la noche,
debemos desconfiar…”
dijo.
“Además hay que tener pruebas concretas…
de lo contrario, sería como acusar a alguien
por tener cara de perro…”
agregó.
Los otros, sin embargo,
me seguían mirando como con rabia,
y yo buscaba algo así
como un tipo de defensa,
pero sinceramente no encontré ninguna
que pareciera convincente,
y me quedé en silencio.
Dos días después
cerca de la una de la mañana
volví a sentir los ladridos.
Yo estaba leyendo a Onetti
y tomando unas cervezas,
y fue entonces que escuché.
“¡Guau…!”
Se escuchaba.
“¡Guau…!”
Se trataba de ladridos claramente
realizados por algún humano,
y yo apagué hasta la luz
para concentrarme en el sonido.
“¡Guau…!”
se volvía a escuchar.
Fue entonces que creí notar en los ladridos
una especie de nota triste,
o desgastada,
algo así como una oración sin esperanza,
o el idioma de un lugar
donde queda solo un habitante
llamando a los otros.
“No es bueno que el hombre esté solo”
pensé entonces.
Y tras un rato en que le di vueltas
a quién podría ser,
intenté mejor centrarme
en el significado del ladrido,
para comprender aquel idioma
que estaba a punto de perderse.
Así,
dejando de lado la molestia
por las sospechas infundadas,
y hasta las ofensas de unos chicos
que me gritaron “¡Buena Bobby!”
o “¡Buena Spike!”
cuando salía al trabajo,
decidí arriesgarme e intentar comunicarme
y comencé a ladrar en respuesta
con toda la fuerza que tenía
para asegurar que ese otro
me escuchara.
Estuvimos así largo rato,
un ladrido el otro,
y un ladrido yo,
hasta que quizá, desconociéndonos,
nos sentimos extrañamente comprendidos,
y me sentí en profunda paz
y tuvo cabida el silencio.
Fue así que a la tarde del día siguiente,
tras volver del trabajo,
me entregan una carta firmada
por el administrador y los residentes
informándome que el contrato de arriendo
había sido objetado,
y que debía irme del lugar
en un plazo de quince días.
Tras leerlo,
lo doblé cuidadosamente,
y salí al pequeño jardín del edificio
a enterrarlo como un hueso.
Luego fui hasta mi cuarto.
Ahora, claro está,
me dispongo a ladrar.
Y dejo la invitación abierta,
si se animan.
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