sábado, 18 de junio de 2011

Los santos de yeso.

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Los encontré en una caja de cartón que tenía una tía. Una un tanto rota que estaba en un cuarto abandonado, atrás de su casa.

Yo tenía prohibido meterme ahí, y además me daba miedo, porque había ratones. Y como yo a veces soñaba con ratones y la sensación me acompañaba de una forma desagradable apenas me mencionaban estos animales, resultaba que aquel cuarto tenía para mí, barreras que me parecían inexpugnables.

Sin embargo, hubo un día en que pasé por alto algunos temores y me acerqué hasta una de esas cajas, que estaba en un rincón, sobre un suelo que, según recuerdo, era todavía de tierra.

Por otra parte, no recuerdo donde estaban mis tíos, o mis padres, pero tengo grabada la imagen de cuando descubrí al primer santo, envuelto en papel periódico amarillo.

Era una figura de unos 20 centímetros de alto, un hombre vestido con algo que hoy recuerdo como una jardinera, y totalmente blanco.

-¿Qué es eso? –me preguntaron en el colegio, cuando lo llevé al otro día.

-Es un santo –les dije-. Un santo de yeso.

Y nadie me lo pidió, ni molestó, ni me dijo nada por pasarme todo un día absorto mirando la figura.

-Hay un montón en donde lo obtuve –agregué-. Cajas y cajas llenas de santos… ¡un ejército de santos…!

Y todos me miraban y quizá querían decir algo, pero al final el supuesto santo parecía absorber las palabras de los otros, dejándome una sensación de poder, como si cada uno de ellos hubiese contenido una especie de defensa.

-Mañana traigo otros, y se los muestro –les ofrecía. Y mis compañeros aceptaban, aunque siempre en un silencio que me era imposible de interpretar, en ese entonces.

En la casa, en tanto –yo vivía en una que estaba en el mismo terreno que la de mi tía-, había logrado sacar un número importante de santos, e incluso había intentado pintar con témperas unos cuantos, para darles colorido.

Con todo, los santos se veían mejor de blanco, con el olor a tierra todavía impregnado y hasta parecían imponer más respeto mientras más fallas o pequeños daños revelaban, como si hubiesen sido martirizados y eso los hiciera, de cierta forma, más dignos.

-¿Por qué le falta una mano a esa figura? –me preguntaban entonces en el colegio.

Y yo empezaba luego a improvisar un nombre y una historia para aquel santo y me preocupaba siempre de resaltar que había pasado por terribles tormentos.

-¿Por qué ese no tiene pies?

-¿Cómo se llama el que no tiene un brazo y tiene como una grieta grande en la espalda?

-¿Qué le hicieron a esa que tenía el rostro como borroso y le faltaba un pedazo de cabeza?

Y yo inventaba. Y los hacía sufrir. Y mi ejército crecía.

Pero sucedió un día que mi madre descubrió los santos bajo la cama, y como había sucedido una historia extraña con unas gitanas que me hablaron en un parque, y como yo negué saber qué hacían esas figuras, sucedió que al final mi madre decidió juntar todos aquellos que encontró, y arrojarlos a la basura.

-¿A la basura? –preguntaba yo.

-Claro que a la basura, ¿qué más vamos a hacer con ellos? –decía mi madre.

-¡Pero si son santos…!

-¿Cómo que santos…? ¿Quién te dijo que eran santos…?

-Nadie…

-¡¿Quién te dijo que eran santos…?! –exigía mi madre.

Y claro, yo seguía diciendo que se trataba de una idea mía y mi madre negaba que fueran santos, y hasta se enojaba porque yo insistía con lo mismo.

Recuerdo incluso que esa vez, con el alboroto, llegó incluso mi tía, y mi madre le enseñó las figuras, y ambas concordaron en que yo estaba loco si creía que esas figuras representaban a santos, o algo similar.

Lo más extraño, sin embargo, fue que mi tía no demostraba conocer las figuras, y ambas parecían entender y temer algo que había puesto esas figuras bajo mi cama, y que, según ellas, no era yo.

-¿Estás seguro que no fuiste tú, cierto? -Buscaban confirmar.

Y yo mentía y les decía que no. Y que nunca había visto esas figuras, salvo en sueño. Pero no sé si realmente me creían o ambas estaban fingiendo yambién, sobre algo.

Fue así que pasó el tiempo, y supongo que para evitar problemas, nunca más fui a buscar a ese cuarto otras figuras. Luego pasó más tiempo y hasta olvidé lo de los supuestos santos…

¿Pero saben…?

Este último tiempo he vuelto a soñar con ratones. Un montón de ratas corriendo en torno a la historia contada y pudiendo, en lo posible, establecer un vínculo entre esas viejas figuras y todas aquellas otras cosas en que creemos, en algún momento, y hasta creímos santos…

-¿Y de qué figuras se trataban? –me decidí a preguntarle el otro día a mi madre, tras visitarla, justo después de uno de esos sueños.

-¿De verdad no te acuerdas? –me dice ella, con un tono extraño.

Y entonces yo la miro y la noto asustada, y ella me pregunta por qué le pregunto eso ahora, y yo invento algo sobre un cuento que leía, por estos días, y que relacioné unas ideas...

-Esas figuras éramos nosotros –me dice ella, con la voz cortada-, tú y yo y tu padre, y una mujer extraña, según recuerdo, repetidos varias veces…

-…

-¿No han vuelto a aparecer, cierto? –pregunta, asustada.

-No. No han vuelto a aparecer desde entonces –contesto yo.

Pero ella me mira de forma extraña nuevamente, y yo entiendo que hay algo más. Y tras pensarlo un poco creo adivinar que esas figuras sí volvieron a aparecer, solo que yo no lo supe.

-¿Cuándo encontraste la última? –le pregunto entonces a mi madre.

-Hace como un mes –me dice-. Estaba en el jardín, después de un día que nos visitaste. Era la figura de una mujer, sin cabeza… y la boté de inmediato…

Mi hijo interrumpe entonces la conversación, y yo me voy a jugar con él, e intento dejar de pensar en las figuras de yeso…

-¿A las cartas o al taca-taca? –me pregunta él, mientras yo lo miro.

-¿Puedo elegir mejor una tercera opción? –pregunto.

Y él me dice que sí. Y yo la elijo.

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