viernes, 25 de junio de 2010

The tale of Despereaux, de Sam Fell y Robert Stevenhagen.

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Viernes en la noche y elijo una película para ver con mi hijo. Esta semana me toca a mí así que busco alguna que yo tampoco haya visto, para probar suerte.

El caso es que elijo Despereaux, una película de animación salida el 2008, de la que sólo me habían llegado malas críticas y que comencé a ver sin muchas espectativas.

La sorpresa por tanto fue aún más grata, cuando encontré en ella delicadas razones para considerarla una muy buena película. No sólo por su riqueza visual -existe una enorme cantidad de guiños a pintores y estilos distintos en cada mundo que se nos presenta-, sino porque la historia narrada, en muchos sentidos simple y con metáforas sencillas, alcanza en ciertos momentos una profundidad que sólo una narración llevada a cabo con tal sutileza podía lograr.

Y es que Despereaux es una película para ver sin apuros. Sabe tomarse su tiempo y maneja su ritmo sin pensar en un receptor determinado, dejando de lado, además y desde un inicio, al pequeño malcriado que se ríe exclusivamente con caídas gratuitas o gases que salen ruidosamente desde cualquier orificio de un personaje.

Quizá por eso cuando busco un detalle de ella en internet y me encuentro con una cantidad de comentarios negativos me decido a escribir aquí unas palabras a favor, me incomoda y hasta duele un poco ver como tanta gente deja de lado la delicadeza de este film y recomienda, como padres, no llevar a sus hijos a ver esta película -las críticas son del momento en que estaba en cines-, pues señala que se aburrirán junto con ellos, pues la película sería vacía, lenta y sin gracia alguna.

Pues bien, la verdad me parece una lástima que los niños de hoy deban tener a esos tipos como padres. Sinceramente me duele. Y no es que quiera aquí decir que la película es perfecta o una inigualable obra de arte, de hecho, ni siquiera pretendo defender que esté bien construida para un niño, pero creo que parte de lo que transmite, y la forma en que lo hace, la transforma en una obra que puede enriquecer, sino la apreciación de un niño, -pues puede que por su edad se le escape parte del mensaje-, al menos la visión de un padre que supuestamente ha debido enriquecer lo que entiende por un ser humano, tras ver la profundidad que se esconde en los ojos de sus hijos.

Y es que los personajes en Despereaux apelan a la redención, (y no a la redención divina donde poco tenemos que hacer los unos por los otros) aprendiendo a reconfortarse en el perdón mutuo, en el comprender qué sentimientos son más fuertes y necesarios, para salir adelante y hacer de nuestra vida una mejor experiencia.

Así, desde un inicio, se nos plantea la oposición entre el mundo de las ratas y el mundo de los ratoncitos, tan injustamente separados y reducidos a estereotipos fijos, por lo que la tarea del ratón y la rata que aparecen en el film es demostrar que entre ellos también hay algo común, algo que hasta la peor de las ratas tiene derecho a tener.

La película nos habla así de una rata que provoca la muerte de una reina, y con esto, la tristeza profunda de un rey y la incomprensión de una princesa... De esta forma, no es Despereaux, -el pequeño ratoncito orejón que da el nombre a la película-, el personaje realmente central, sino todos aquellos que lo rodean:

El pueblo cobarde y el pueblo agresivo; la campesina que quería ser princesa; el carcelero que abandonó a su hija; el rey que no sabía a quien culpar de su tristeza... y la rata, por supuesto, aquella que hasta su mismo nombre es un insulto, una mala palabra: ¿qué harías tú si tu mismo nombre fuese un insulto? pregunta la narradora al espectador en un momento de la obra, intentando explicarnos la naturaleza de un corazón que cuando se rompe puede llegar a volverse malvado, simplemente porque no sabe qué hacer con su rabia, con su rechazo.

Y claro, a nadie le gusta ser comparado con una rata, quizá por eso el rechazo que le provoca a muchos este film. Quizá incomoda que te digan que tu corazón puede estar atrofiado y que no te has dado cuenta, e incomoda mucho más sentir que el daño que has hecho puede ser perdonado...

Incomoda porque aunque parezca absurdo, nos es difícil dejarnos perdonar. No sabemos qué hacer con ese perdón, con esa gracia, y menos aún qué hacer con la belleza que se nos entrega en un mundo de ratones, o de ratas, donde, por supuesto, no estamos acostumbrados a encontrarlas.

Una película para deleitarse, para conmoverse, para habitar en las pequeñas expresiones y gestos de sus personajes y para explorar un mundo diseñado por Vermeer, Brueghel, El Bosco... un mundo vivo al interior de un delicado cuadro flamenco, un mundo donde habita una rata con el corazón roto porque el mundo no lo ve como se ve él, -y hasta llega a olvidar quién es en medio de esa pena-.

Una película que nos ayuda a mirar de forma más comprensiva a quienes nos rodean y a uno mismo, a creer en la redención, en el poder reconfortarse con el perdón de los otros y en el amor que podemos dar nosotros mismos. Una película rica, como una moneda gigante que cae rodando a los pies de un mendigo, -tal como le sucede a un pequeño ratón, en un momento del film-. Una película delicada, que hace de la luz y del diseño, dos de sus protagonistas, y que adquiere firmeza a partir de sus numerosas sutilezas; una obra trabajada, con imágenes excelentemente construidas y con un guión profundo y bello, si nos dejamos llevar por él y lo aceptamos también como un regalo.

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