jueves, 3 de junio de 2010

Pagar por ver.

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Como se han puesto de moda los torneos virtuales de póker, yo he dejado de jugarlos. Hace años, cuando recién se abrieron este tipo de páginas - o al menos cuando yo tuve conocimiento- me acostumbré a jugar unas cuántas partidas por noche.
Se estaba masificando recién la modalidad texas, -que hoy es la más jugada en todo el mundo-, y logré adaptarme fácilmente a ella, lo que es una de las razones por las que hoy, cuando vuelvo a jugar de vez en cuando, tenga bastantes buenos resultados.
De hecho, con el ránking que llegué a tener unos años atrás, -durante unas semanas en que jugaba prácticamente todos los días-, me hubiese alcanzado hoy para disputar algunos de esos torneos regionales que comienzan cada vez a popularizarse en esta parte del continente.
Sin embargo, tras haber alcanzado el puesto más alto al que llegué (328) -suena poco, pero son millones de inscritos-, me sentí cerca de una victoria, y decidí renunciar al juego.
Así que una noche decidí gastarme todas aquellas fichas virtuales. Nada de cálculo ni lógica, ni nada, estaba ocupando demasiado tiempo y al ver que era posible tentarme con tomar más en serio aquel asunto decidí perderlo todo. Me fui a la mesa donde se permitían apuestas más altas y comuniqué mi plan a los otros jugadores. Obviamente no me creyeron y empezaron a rechazar las apuestas elevadas que hacía, pero cuando vieron que era algo constante, algunos comenzaron a arriesgar también lo suyo.
Nunca, en todas las veces que había jugado me había tocado observar apuestas tan altas. Generalmente iba uno en contra, pero luego comenzaron a ambicionar más algunos jugadores y se sumaron más a las apuestas , por lo que también entre ellos se produjeron grandes derrotas (y victorias, por supuesto).
El punto es que hubo un momento en que después de haber lanzado la apuesta más grande que permitía el juego, participaron de ella todos los integrantes de la mesa... 10 personas apostando al todo o nada en la única apuesta que me ha tocado ver así en este tipo de juego, pensando sobre todo que se trataba de gente que tenía un buen ránking y estaban disputándose los puestos para entrar a torneos europeos.
Pero gané esa mano. Y algunas más después. Sin quererlo. Y mi cantidad de fichas había triplicado la que había intentado perder en un inicio. De haber terminado así no sé en verdad cuántos puestos hubiese subido, pero de seguro los suficientes como para entrar en uno de los torneos grandes (invitaban y pagaban el viaje de los primeros 200 rankeados).
Pero seguí apostando. De gusto. Créanme que quería perder. Y estaba feliz cuando lo hacía, como en la canción de Los Tres. O mejor aún, con la extraña sensación que tuvo el protagonista de Una sombra ya pronto serás, tras dejarse perder una de las más importantes manos de truco que jugó en su vida.
Y es que hay algo tentador en el perder. Algo que al menos a mí me seduce mucho más que el triunfo. La sensación de renunciar a algo que antes has ganado. Como si renunciaras porque viniese algo más importante después, o porque te lo ganaste muy fácil -como mencionaba en una entrada sobre los concursos literarios-. Un premio mayor que está por ahí. El verdadero Gordo. El Dios Gordo quizá, que aparece cuando triunfas en algo donde realmente te diste entero, y logras sentir, por fin, que merecías aquella victoria.
Con todo, hay algo en el apostar, algo que sucede cuando lo que apuestas resulta ser algo realmente importante para ti, cuando pones en juego algo que no debiste apostar, como por una extraña confianza, como -quizá-, para saberlo verdadero, y no volver a dudar nunca más de él.
Quizá eso es lo que me han enseñado los juegos supuestamente de azar. Me han enseñado que el azar no existe. No al menos en aquello. No cuando lo que ponemos en juego lo arriesgamos con la secreta fe de que algo de ello sobreviva, renazaca como algo verdadero, distinto a lo que supuestamente teníamos y apostamos en un primer momento, (aunque no por eso menos valioso).
Recuerdo entonces un fragmento de un cuento donde me inventaba haber escuchado una historia, que quizá venga al caso, pues es cercano a aquello que estoy intentando decir aquí, -y no me pregunten por qué- de la forma menos directa posible:
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"Una vez escuché una historia que sucedía en un palacio. Una princesa muy hermosa y una de sus asistentes fueron visitadas por una extraña mujer que pedía saber cuánto oro había en el castillo. Luego de haber calculado todos los accesorios y distintos adornos del palacio la mujer se percató que faltaba contabilizar el oro que poseía la princesa y su asistenta. Para esto dispuso un caldero con un extraño líquido. Poned vuestras joyas en él, les dijo. Les advierto sí que las joyas que no sean de oro se desvanecerán de golpe, así que tened cuidado. Ante esto, la princesa que estaba segura de poseer todas sus joyas de oro, creyó innecesario ponerlas en duda y desistió de hacerlo. Mientras que la asistenta, con mucho temor, pues sabía que sus joyas no podían ser de ese preciado material, se arriesgó a echarlas al caldero, quien sabe si con la fe de descubrir entre sus baratijas un pequeño brillo verdadero."
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Y sí... supongo que el verdadero apostar se trata de eso: pagar por ver, por verse, por descubrir realmente quién era el otro, o el mundo, o quién sea aquello en que aspiramos a creer, y en que necesitamos creer, porque supongo después de todo que de eso se trata.
¿Para qué apostar si no?
¿Por qué otra razón puede valer en verdad la pena?
Me viene entonces el recuerdo de un libro de Paul Auster, -La música del azar-, donde las cartas y el supuesto azar toman un papel preponderante... pero eso es ya alargarse demasiado y requiero de un tiempo que en estos momentos -a pocos minutos de volver a salir al trabajo- me es esquivo.
Quizá lo haga en la entrada que sigue. Lo decidirán las cartas.
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