sábado, 19 de junio de 2010

Ordenar la biblioteca: José Saramago.

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Hace tiempo que no leo a Saramago. Lo leí todo por última vez hace ya varios años, justo cuando empezaba a trabajar de profe y di a escoger a mis alumnos entre varios de sus libros. En los últimos años leí algunas de sus nuevas publicaciones y al final decidí no leerlo más, justamente por la calidad y contenido de sus últimas obras, de las que prefiero no hablar acá.

Quizá por eso la noticia de su muerte, de la que me acabo de enterar, no me afecta en demasía, pues creo que al menos su mensaje ya estaba entregado hacía tiempo, y tanto su forma de escritura como el contenido realmente significativo de sus textos, ya estaba entre nosotros desde hacía mucho.

En otro tiempo, sin embargo, lo leí con hambre; recuerdo haberme comprado varios de sus libros y haber leído varias veces algunos de ellos. Recuerdo por ejemplo la emoción que me produjo Todos los nombres -libro que aún considero entre las mejores libros de amor que me ha tocado leer-, o la envidia que me produjo la perfección narrativa que alcanza por momentos El evangelio según Jesucristo, o el cuento de la silla, en Casi un objeto.

De esta misma forma me maravilló la escritura de el Ensayo sobre la ceguera, que agradó bastante a mis alumnos de ese primer año, tanto así que algunos siguieron leyendo a Saramago y pidiendo libros, de vez en cuando.

El año de la muerte de Ricardo Reis por otra parte me sorprendió por su inteligencia, por su excelente forma de retratar a este personaje y refutar la tesis que éste planteaba en uno de sus poemas, y, si bien me molesta cierta frialdad que percibí en él en un primer momento, me pareció notable la forma como a través de la figura de Ricardo Reis, Saramago era capaz de acercarse hasta cierto "ámbito" de Pessoa, y establecer un contacto claro y nítido con un discurso al que supo oponerse con fuerza:

"Sabio es quien se contenta con el espectáculo del mundo",

decía Ricardo Reis en el verso tomado como epígrafe del libro, y Saramago le demuestra a lo largo de la historia que esa sabiduría no es tal, y lo hace con cierta rabia y afecto contenido, como si se lo estuviese diciendo al propio Pessoa, siempre escribiendo prolíficamente, pero un tanto alejado del mundo al cual no dejaba de observar, al igual que su heterónimo.

Y es que el propio Saramago aprendió varios de estos mensajes ya entrado en años, tras haber dejado de escribir literatura por décadas y lanzarse de pronto con Levantado del suelo y Memorial del convento que parecieron sacarlo a él mismo de su posición de espectador, e insertarlo en un mundo al que parece despertar en cada uno de sus nuevos textos.

Es cierto, Saramago ya había vivido suficiente, había escrito un par de libros y trabajado en los suficientes lugares para decirse que tenía una vida rica en experiencia. Estaba casado, tenía una hija, y podría decirse que había logrado afianzarse... pero de pronto este hombre ya mayor, -al igual que ese otro José de Todos los nombres- se da cuenta que hay algo fuera que se está yendo, que se dejó de pasar, y se lanza de pronto tras aquello de una forma valiente y apasionada que se refleja en muchos de los libros que escribió por ese entoces, y en los que parece, de cierta forma, hablarse también a sí mismo. Narrar, podríamos decir, su propio despertar.

Así, podemos nombrar por ejemplo un libro en que siento Saramago se habla a sí mismo sobre la necesidad de su propia labor artística: Manual de pintura y caligrafía, el cual, sin ser un gran libro, indaga sobre la necesidad de la forma artística, para dar forma a un significado que sea siempre una huella de quien lo entregó.

De esta misma forma el cuestionamiento que se hace el protagonista de la Historia del cerco de Lisboa, -un traductor que se cuestiona sobre el cambiar una simple palabra en un texto histórico y todo lo que esto conlleva- y que lo lleva a aprender la forma en que también puede llegar a cambiar su propia vida.

O la hermosa Todos los nombres, -cada vez que la recuerdo me convenzo más que quizá sea este el mejor libro de Saramago-, donde un hombre al que se le está pasando la vida sin conocer el amor, aprende de pronto a dejar de ser quien es, viendo en el amor una experiencia que lo transforma y lo hace vivir nuevamente, lo saca de su aletargamiento, y le enseña que está vivo, que tiene algo que hacer, a la vez que le recuerda que aún tiene la fuerza necesaria para hacerlo.

Y es que el propio Saramago hizo algo parecido: fue capaz de abrirse a esta nueva vida, fue capaz de enamorarse nuevamente y comenzar una etapa totalmente distinta, fue capaz de entender que debía hacer algo, y escribió, y entendió también que tenía labores y cosas que realizar luego de que su nombre se hubiese hecho famoso y lo mejor de su escritura ya hubiese sido realizada.

Quizá por esto, en estos últimos años, Saramago estuvo vinculado a distintos movimientos de protesta, buscando hacerse partícipe de distintos proyectos comunitarios y utilizó su voz para atacar ciertos abusos, para denunciar aquello que no podía contentarse con observar, a diferencia del alter ego de Pessoa que mencionábamos antes.

Es cierto, creo que en estos últimos años escribió cosas que no debió escribir, novelas que poco o nada aportan a aquello que ya habia anunciado, llegó a matar a la protagonista del Ensayo sobre la ceguera, por ejemplo, en el Ensayo sobre la lucidez, pero bueno, quizá es normal que tras haber encontrado esta nueva vida Saramago hubiese tenido el temor de abandonarla, tema que se aprecia por lo demás en otra de sus últimas obras: Las intermitencias de la muerte.

En esta novela, Saramago nos muestra un país donde la muerte deja de existir, donde los hombres siguen envejeciendo, sin embargo, pero no tienen ya la muerte por delante...

Y es que quizá con este libro Saramago se dice a sí mismo que el tiempo ya pasó, -así como en otro momento sus propios libros lo despertaron-, que este envejecer, que es también un acto vivo, -creo que una frase similar se decía en La caverna-, es aquello que queda ahora: la ruta breve que faltaba, y que ayer terminó de recorrer.

Y sí, es cierto, ayer murió José Saramago, un hombre que vivió dos vidas, un hombre que se despertó a sí mismo a través de la escritura. Hoy me lo imagino viajando junto a sus personajes en aquella Balsa de piedra que él mismo diseñó, adentrándose en un océano en el que también hallará una vida distinta, un nuevo desafío, y en el que algo hablará a través de él, nuevamente.


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