lunes, 7 de junio de 2010

Ya que hemos nacido, de Jean-Pierre Duret y Andrea Santana.

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Quizá lo mejor que vi en el Fidocs de este año fue un documental llamado Ya que hemos nacido, dirigido por Jean-Pierre Duret y Andrea Santana.

Tanto en su aspecto técnico, como en su contenido, -a través de una mirada descarnada que hacía del mundo marginal de dos niños brasileños-, esta película sobresalía largamente de las otras que me tocó presenciar, tanto así que no se borran aún algunas imágenes y algo quedó corrido juesto ahí en el lugar donde ingresan las emociones, como si alguien hubiese entrado y hubiese arrastrado el limpiapiés y lo hubiese dejado en otro sitio.

Es cierto, no cuesta nada reubicarlo, decir el típico aquí no ha pasado nada y seguir con el próximo documental, pero lo cierto es que por más que se acomode aquello que se descolocó tras aquella película, es como si ya hubiese perdido la ubicación, el sentido, como si nos hubiéramos percatado de algo y eso hubiese dejado un tono amargo y extraño en nuestro paladar, quien sabe hasta cuando.

Filmado con una rigurosidad técnica extrema, las cámaras se instalan en el mundo que se nos muestra, sin, aparentemente, intervenir en él. No hay rasgos de la presencia de los camarógrafos o asistentes, tanto así que la película parece estar al borde de lo que entendemos comúnmente como un documental, estableciéndose más cómodamente bajo la posible definición de una película de no ficción.

En ella, se nos muestra a dos niños -podríamos discutir si lo son realmente a partir de su edad, pero el centro acá es otra cosa- que buscan trabajar en cualquier cosa, más allá incluso de si exista un sueldo o un dinero que compense dicho trabajo. Esto porque el trabajo no es acá una herramienta para surgir, o para sobrevivir, sino más bien una forma de mantenerse alejado de un sinsentido, de un vacío que puede dejarlos, según sus propias palabras, convertidos en nada, o en algo distinto a lo que en verdad son.
Y es que estos niños buscan alejarse de aquelloque no son, no tiene cabida en ellos, por ejemplo, la figura del robo, o de una subsistencia desligada del sufrimiento y el trabajo extenuante. Los vemos andar descalzos, cargar cerdos y llevarlos hasta un basural para que se alimenten, o lavando autos, o ayudando a vender cualquier cosa... pero sobre todo esto, los vemos soñar. Construir un sueño pequeño, que pueda quizá ser alcanzado, aunque para esto, según sus propios cálculos, deban pasar años trabajando por nada, sólo por ganar la confianza de alguien que puede, quizá, llegara darles alguna oportunidad.

Cocada, por ejemplo, -uno de los niños-, siempre junto a una bencinera, se ha hecho amigo de un camionero, y sueña con llegar un día a convertirse también en uno. Sueña con recorrer los caminos a bordo de esas máquinas imponentes, sueña con sentirse protegido, huyendo a otro sitio... de hecho lo vemos dormir en algún momento al interior de uno de estos camiones y parece casi un niño el vientre materno, como si estuviera nutriéndose de algo ahí, mientras duerme, algo que le da fuerzas para seguir vivo, más allá de que sabe perfectamente que la vida no le tiene nada preparado... y este sufrimiento, este dolor que está instalado en esos chicos desde su mismo nacimiento, es retratado de una manera clara, en esta película, sin farsas, ni adornos, ni héroes, ni una felicidad que los espera en el futuro.

También, a lo largo del film, vemos como atraviesan estas poblaciones, distintos camiones con propaganda electoral, de hecho vemos la elección de Lula y su discurso donde habla de la posibilidad de cualquier brasileño de llegar a convertirse en presidente... pero todo eso parece estar muy lejos de Cocada y del Negro, como para que estos intuyan que hay algo de verdad en todo eso, o una posibilidad de la que también pueden pasar a formar parte. Pues esos chicos sólo comprenden una cosa: que están solos, y que la felicidad no fue hecha para ellos.

Una película bella, y amarga, llena de imágenes que no llevan a las lágrimas ni a las emociones fáciles sino que se quedan ancladas ahí como un arpón en una ballena que sigue viviendo con él a cuestas.

Porque de cierta forma lo mínimo que se puede hacer con estas realidades es no olvidarlas, saber que mientras tenemos ciertas alegrías o creemos ser felices en algún momento, esas cosas están sucediendo... y ese nudo que dejan, eso que se instala ahí y que te impide hasta tragar a gusto, quedó ahí por algo.

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