domingo, 27 de junio de 2010

Jonás sin Dios.

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No sé cuántas veces leí la Biblia de pequeño, anotaba cosas, buscaba entender.

Pensaba en pequeñas variaciones, como la que me animo a escribir hoy, pensaba por ejemplo que pasa si quitamos la idea de Dios de alguno de esos libros, y aquí hay uno:

Jonás sin Dios.
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Creyó Jonás, hijo de Amitay, que debía ir a Nínive. Lo sintió como si una voz se lo dijese y no pudo dejar de escucharla. Debía ir a Nínive, la ciudad grande, en medio del mal y los peligros, aunque no entendía bien para qué.
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Por un tiempo intentó oponerse, pero ese impulso extraño y peligroso lo seguía a todas partes. Entonces Jonás se encontró frente a un barco que salía hacia Tarsis, lugar remoto donde se decía todo podía perderse, incluso aquel extraño impulso, que tanto lo atormentaba.
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Pero una vez en el barco, comenzó una gran tormenta, tan grande y peligrosa en proporción al barco, que éste comenzó a resquebrajarse.
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Por eso, para evitar que el propio peso transportado la quebrara, los marineros comenzaron a tirar objetos por la borda, mientras que Jonás se había encerrado a dormir en el fondo de la nave.
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Entonces, el capitán de la nave, mientras buscaba cosas de peso que arrojar, encontróse con Jonás, y molesto se enfrascó en una discusión con él, que casi no parecía razonar, ni explicar quién era, ni de dónde venía.
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Molestos, los marineros confabularon para arrojarlo al mar, pues pensaron que les daba mala suerte, y Jonás, quien ardía en fiebre, no sólo se dejó lanzar, sino que los impulsó a hacerlo.
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-Yo estaba huyendo, pues pensé debía ir a Nínive –les dijo Jonás antes de ser lanzado-, y mi mente no está más tranquila que estas aguas… echadme mejor al mar, no vaya a ser que una tormenta mayor comience aquí en la borda y los inunde desde mi pecho.
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Entonces, al momento mismo en que Jonás fue arrojado al mar, la tormenta que ocurría en las aguas, dejó de ser. Y Jonás, como una tormenta al interior de las aguas, se hundió pesadamente hacia el fondo, ante la mirada de los marinos quienes prontamente lo perdieron de vista.
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Mientras, en el mar, Jonás sintió en sí, algo que lo llevó a creer que estaba en el vientre de un gran pez, y desde ese interior al que había llegado, Jonás se esforzó por calmar su tormenta propia, hasta que perdió la consciencia.
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Y como la tormenta que vivía al interior de Jonás parecía tener voz, he aquí las últimas palabras que Jonás creyó oír, antes de que se dijera había un fin, para todo esto:
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Mi angustia grita y yo no entiendo lo que grita. Soy una tormenta que grita para desaparecer, para desplomarse sobre sí misma. Hoy estoy hasta el fondo en esta agua, y el líquido intenta bloquear mi grito, y hasta parece sangre de una bestia. Siento cerrojos y cadenas que me hacen hundir hasta el fondo. Y a la vez, una profundidad distinta también me inunda. Grito para ofrecer la fuerza y no la benevolencia, para acabarme en una sola muerte: perezca yo, tormenta y huracán, o Jonás, loco e insensato.
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Entonces Jonás sintió algo ácido que despertaba su consciencia, algo así como un vómito que lo arrojaba hacia la superficie.Y algunas olas lo arrastraron, con vida, hasta la costa.
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Pero el Jonás que llegó ya no era el mismo, una tormenta había muerto dentro suyo, pero él le seguía temiendo. Jonás entonces decidió ir a Nínive, y se encontró con que era una gran ciudad: tres días se demoraba uno en andarla y desandarla.
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Tras recorrerla, Jonás sintió que la ciudad tenía las bases resquebrajadas, y supo de pronto que aquella ciudad se vendría abajo, que quedaría destruida. Y así se lo dijo a toda la gente que encontró.
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Las gentes de Nínive creyeron a Jonás, e hicieron extrañas acciones luego de escucharlo, como si la tormenta que había existido dentro de él, hubiese de pronto llegado también a ellos, y comenzara a agitarlos.
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Todo el pueblo dejó de comer y rasgó sus vestiduras, incluido el rey y los mendigos, Y Jonás se preguntó entonces si había hecho bien, pues todo eso le parecieron acciones absurdas.
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Entonces Jonás pensó en cambiar su discurso, se fijó detenidamente en las bases que había observado resquebrajadas y le pareció que sólo eran grietas menores y, tras decirle a las gentes del pueblo que la ciudad seguiría en pie, y que sus extrañas acciones habían servido para algo, se fue de la ciudad y permaneció junto a sus murallas.
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Jonás estaba enojado y tenía cólera, ¿qué había sido esa voz y por qué había ido a aquel lugar? ¿De qué sirvió mi venida salvo para hacerme pasar penurias y ver como mis palabras provocaban la locura en aquellos hombres? Eso pensaba Jonás apoyado junto a la muralla de la ciudad, intentando cubrirse entre las sombras. Y como no quería más preguntas, y estaba cansado, buscó Jonás un lugar donde colgar la cuerda que traía amarrada al cinto y colgarse sin más, hasta que la vida cayese de él hecha agua, sangre y secreciones.
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Vio entonces Jonás un ricino y se apresuró a atar en él la cuerda, pero mientras lo hacía, sintió que el ricino le entregaba una sombra fresca, y decidió aguardar un momento.
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Entonces Jonás se durmió bajo el ricino, y sopló un viento fuerte y lo quebró: la cuerda amarrada cayó a tierra y el sol volvió a golpear contra Jonás, quien comenzó a desesperarse y a gritar, buscando un nuevo lugar donde amarrar su cuerda.
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Buscándolo llegó hasta una pequeña elevación que estaba cerca de la ciudad, y aunque en ella no había un solo lugar desde donde sujetar la cuerda, Jonás se detuvo, y observó desde la cima la gran ciudad: 120 mil hombres vivían en ella; 120 mil hombres habían dejado de comer y habían rasgado sus vestiduras a partir de sus palabras. Y entonces Jonás buscó la tormenta a partir de la cual habían brotado sus palabras, pero no la encontraba.
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Y mientras Jonás miraba sus manos buscando diferencias entre ellas, vino un viento fuerte y lo arrojó a tierra. Ahí, tendido en el suelo, pensaba Jonás si debía o no levantarse.
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