miércoles, 8 de septiembre de 2021

Quince minutos.


A F. le otorgaron quince minutos para maldecir al día. No era poco, si lo comparamos con otros. La mayoría tenía cero así que quince minutos diarios, era algo que debía agradecerse. Dicho así, directamente, lo que cuento acá puede sonar un poco a ciencia ficción o a distopía, pero les aseguro que todo es tan realista como lo podemos ser nosotros mismos: usted leyendo en su sitio, me refiero, y yo escribiendo en el mío. Tal cual. Lo que ocurría con F., simplemente, es que era alguien ordenado. O estructurado, más bien. Metódico. Por lo mismo, organizaba su horario de manera meticulosa, proyectando no solo sus acciones más concretas sino también los espacios destinados al despliegue de sensaciones y otras necesidades humanas que, según le decían, era necesario abordar. Hablaba de esto generalmente con su familia, un par de amistades y también con su terapeuta, al que había comenzado a visitar hacía un par de años, poco después de que su empresa comenzara realmente a dar frutos y F. no pudiese darse el gusto de algún desequilibrio, por riesgo a desestabilizar otras cosas más. Debido a esto, y a que su terapeuta le recomendó manifestar diariamente su rabia o molestias, F. conversó largamente con dicho terapeuta y con su familia, y fue entonces que buscó espacio en su agenda para las maldiciones, buscando el momento adecuado para que estas no molestasen a los otros, y evitar de esta forma dañar su imagen y vivir algunos malos momentos, con los demás. Los quince minutos los ubicaron antes de las nueve de la noche, momento en el cuál F. debía bajar hasta el estacionamiento, -insonorizado para no molestar al resto de la familia-, donde podía dejarse llevar sin problemas por las molestias que lo aquejaban. La rabia contenida por diversos tipos de incompetencia, incomprensiones, situaciones injustas, problemas laborales… o simplemente por desear una vida distinta a la que llevaba, aunque no hubiese podido describir como sería, realmente, aquella vida ideal. Luego de este momento, por cierto, F. se iba directamente a dar una ducha -por si quedaban resabios desagradables, le había recomendado su terapeuta-, luego de lo cual retomaba su breve espacio diario de vida familiar, enfocándose principalmente en el ámbito marital. Una regla tácita, para este último espacio, era nunca hacer referencia a lo que hubiese pasado en los quince minutos de maldiciones, ni preguntas por parte de la esposa, ni comentario alguno por parte de F., de lo contrario, por supuesto, aquella rutina habría perdido su utilidad. Y es que todo funcionaba perfecto, pensaba F., gracias a esa organización minuciosa. Todo estaba en su lugar. Puedes escribirlo incluso, si quieres, me dijo hace unos días. Me siento orgulloso de mis costumbres. De todo lo que he logrado. De mi estabilidad. Yo, por cierto, tomé sus palabras casi como una orden y aquí me tienen. Dejando quince minutos de mi tiempo para escribir estas palabras, antes de llegar al final.

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