lunes, 6 de septiembre de 2021

Ella era dentista.


Ella era dentista y le gustaba su trabajo. Ganaba buen dinero, además. Era simpática, pero de cierta forma fría o al menos neutra, y yo me sentía un poco como un paciente, cuando nos juntábamos y salíamos por ahí, a tomar algo o conversar.

Ella hablaba de sus pacientes y yo la escuchaba. Era una de las pocas personas a las que, por cierto, me gustaba escuchar.

Era extraño, de todas formas, pues no sé si ponía verdadera atención a sus historias o simplemente buscaba encontrar en ellas alguna grieta, algo que me dejara ver cómo era realmente o al menos investigar.

Una de las pocas veces que dijo algo que me pareció más que una historia, dijo algo lo siguiente:

-Casi siempre le recomiendo a los niños que se queden un tiempo después, luego de haber sido sometidos a un procedimiento con anestesia. Se los pido a sus padres, más bien, para que se queden con ellos. Generalmente los niños, en ese rato, se muerden los labios o la lengua o prueban hacerse alguna herida, para ver si la anestesia aún funciona. No es grave, pero creo que es mejor observarlos. Tú eres un poco como esos chicos.

Esa es una aproximación de lo que dijo, por supuesto. No lo recuerdo de memoria. Lo que sí recuerdo es que, anestesiado, supongo, no supe bien qué contestar.

Luego nos juntamos un par de veces más y me siguió contando sobre algunos pacientes. Fuimos a la cama, también un par de veces, e incluso estuvimos a punto de comenzar una relación más seria, que finalmente nunca se llegó a dar.

Se fue a Australia, según recuerdo, y se casó tiempo después con otro dentista.

Para mi cumpleaños, año por medio, me envía una postal.

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