sábado, 9 de febrero de 2019

Siempre le ocurre lo mismo.


Siempre lo ocurre lo mismo. O casi siempre, en realidad. Estaciona en un lugar y no recuerda dónde lo hizo. Por lo general le sucede en lugares de estacionamiento masivo. En las afueras de un mall, en un supermercado o en las calles adyacentes a un barrio comercial. En un principio no reaccionaba así, pero ahora lo asume como algo normal, con cierta resignación casi y simplemente se dedica a buscarlo, sin apuro. Como si buscar el vehículo fuese un rito necesario para cambiar el ritmo antes de llegar a un lugar más íntimo, más propio. No lo teoriza, por supuesto, pero así lo hace. Camina de un lado a otro, ordenadamente entre las filas de vehículos. Generalmente cargando alguna bolsa. Alguna vez, en los estacionamientos concesionados, un guardia se le acerca y le ofrece ayuda. Supongo que lo ven como alguien sospechoso y luego le preguntan como parte del protocolo. Entonces le consultan por la zona en que lo dejó. Por la letra y el número que había en el lugar, por el tipo de auto incluso. Él responde por supuesto, pero ante todo dice que no se preocupen, que no hay apuro. Y es que en el fondo, él sabe cómo solucionarlo y no lo hace. Bastaría con memorizar zonas o una foto, en el peor de los casos. Muchos se lo han recomendado y hasta le han contado sus experiencias. Y claro, él escucha, pero mantiene en secreto algunos aspectos. No un secreto voluntario, necesariamente. Más bien un silencio porque no sabe cómo llevar a palabras lo que le ocurre. La sensación al encontrarlo, por ejemplo. Una especie de tranquilidad, o de alivio que no sentiría de recordar dónde lo dejó. Una alegría, incluso, al comprobar que no estaba loco. Que tenía un auto. Que hay una casa por tanto y una familia donde volver. Parece exagerado, pero eso es lo que comprueba. Que esta es su vida, en definitiva. Eso es lo que encuentra al encontrar el auto.


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