jueves, 14 de febrero de 2019

Roma.

Abajo siempre está Roma. Bajo los cimientos, me refiero. Quemas la ciudad. La destruyes. Luego cavas y está Roma. Como una capa primaria. Como un sedimento. Si Adán hubiese excavado en el paraíso hubiese encontrado Roma. Ruinas de Roma, claro, pero Roma al fin. Incluso bajo las ruinas de Roma encuentras otra Roma. Por eso creció tan rápido la Roma que conocimos. La de los libros. La del imperio. Porque sus bases se reunieron en un punto con las primeras raíces. Un contacto mínimo, es cierto, pero eso bastó para un imperio. Ese fue su nutriente, digamos. La Roma fósil que permanece tibia bajo todo aquello que creemos superficie. Y es que la Roma primigenia nunca fue superficie. No estaba hecha para ser superficie. Siempre estuvo abajo. Siempre necesitó ser desenterrada. Rescatada. Descubierta. Sin embargo, ignorantes a esto, enterramos incluso a nuestros muertos sobre la primera Roma. Y aspiramos a una profundidad que es apenas segunda superficie. Una vida sobre una cáscara, la nuestra. Una vida que desconoce su verdadero soporte. Una vida que se cree frágil y breve por simple ignorancia. Cuando la sangre sale del cuerpo busca llegar a esa Roma. Sigue una llamada, digamos. Se hunde en la tierra buscándola. Bajo los muertos, incluso. Abajo de lo que llamamos negligentemente profundidad. Ahí está Roma. Abajo siempre está Roma. A algunos, escogidos, los llama como el mar. Ellos quemarán las ciudades y enterrarán sus uñas buscando bajo las cenizas. Roma estará ahí, por supuesto. Esperando por nosotros. Roma.

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