domingo, 9 de noviembre de 2014

Una cucharada cada ocho horas.


I.

Preparar té me tranquiliza.

Pero la calma no siempre es agradable.

A mí, por ejemplo, después de media hora me incomoda.

No la tranquilidad en sí, por supuesto, sino todo aquello pendiente, me incomoda.

Y es que el té no suele ser principio de orden alguno.

Y a veces sabe a farsa, cuando lo tomas en la noche y ni siquiera ves estrellas.

Eso es lo primero.


II.

Lo segundo es más bien práctico.

Dejar a mano algunas llaves, ducharme, multicopiar alguna guía.

Cosas de ese estilo.

Combatir la tos cada cierto rato tomando una pastilla y el jarabe.

Escribir y confesar:

Nunca he creído en pastillas ni en jarabes.


III.

Lo tercero es aclarar el punto anterior:

Siempre me he mejorado en base a líquidos.

Aborrezco las pastillas y bueno… en los jarabes nunca he creído, realmente.

Me pasa como con las comedias o los humoristas, con quienes nunca río, realmente.

La analogía es rara, pero supongo que funciona.

Lo que debe hacer reír no divierte y lo que debe sanarte no sana.

Aunque finjamos lo contrario, por supuesto.


IV.

Generalmente pierdo la mitad del té que preparo.

Parte se me enfría en la taza y otro poco queda en una tetera de loza.

Sin embargo, me niego a preparar menos.

Y es que me gusta prepararlo, observarlo… saber que no es solo para mí…

Como si plantase una planta y solo arrancase una hoja.

Quizá sea eso lo que realmente incomoda, pienso ahora.

Ese es el cuarto punto.


V.

Un quinto y último punto tiene que ver con el día que termina.

Con el jarabe que no encuentro y que busco, sin embargo, como para cumplir con un rito.

Ordenaré papeles, escribiré parte de una prueba y si termino pronto tal vez prepare un poco más de té.

Incluso, si eso ocurre, tal vez salga con mi taza a buscar alguna estrella.

No sé bien cómo decirlo…

Sinceramente espero que todo esto, algún día, cobre algún sentido.

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