lunes, 3 de noviembre de 2014

¡Cuánta pretensión!



De pequeño encontré un control remoto.

Lo encontré en una vereda, como si lo hubiesen dejado ahí a propósito para que yo lo viera.

Y es que por ese entonces no eran tan comunes estos aparatos.

Por esto, y porque era yo muy pequeño, recuerdo que escondí aquello como si se tratase de un tesoro.

Luego, me preocupé de conseguir pilas y comprobé que una pequeña luz se encendía, en uno de sus extremos.

Según mi lógica, si yo apretaba algún botón del control, se vería afectado el televisor al que le pertenecía dicho mando.

Todo esto sin importar la distancia, me refiero.

Visto hoy puede sonar estúpido, sin duda, pero en aquel entonces dicha situación me planteó todo un problema moral.

Y es que yo podía afectar algo a distancia… sin ser visto… y esa idea no dejaba de perseguirme.

Imaginé así situaciones:

Quién vivía en la casa donde estaba el televisor.

Que horarios tenían aquellos que vivían en aquella casa.

La sensibilidad de esas mismas personas.

Así, teniendo esto en cuenta, comencé de pronto a apretar los botones del control remoto.

Encendido / Apagado.

Subir o bajar volumen.

Cambiar canales de transmisión.

Probé de esta forma, por ejemplo, encender el televisor, cuando daban algo que para mí era importante.

Y la apagaba incluso, cuando sentía que los programas que daban en televisión –apenas existían 3 o 4 canales en ese entonces-, no aportaran nada y fuesen muy superficiales.

Es decir, pienso ahora, me convertí en una especie de censurador, y en alguien que imponía sus gustos y su sensibilidad, sobre los gustos y sensibilidades de otros.

Sigo excusándome, por cierto, en que era muy pequeño.

La situación duró varias semanas hasta que decidí romper aquel control remoto.

Y es que me sentía culpable, de cierta forma, de producir esos pequeños cambios, en la vida de otros.

¡Cuánta pretensión…! Pienso ahora.

¡Cuánta pretensión…!

Solo el tiempo vino a corregir esos primeros pecados.

De pequeño encontré un control remoto…

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