Porque a veces te equivocas y haces llorar a tu hijo.
Sin querer, por supuesto.
Y es que quizá se asustó y no supiste remediarlo.
Todo porque los planes para hoy y para mañana… y hasta para la vida…
La película, el juego… salir a trotar… el dibujo…
¿Te acuerdas la canción que compusieron juntos y no pudieron volver a
tocar?
¡Tantas cosas y uno calculando distancias, velocidades, módulos…!
Trayectorias que no llevan sino a darte cuenta demasiado tarde
que tu hijo tiene los ojos húmedos y que tampoco entiende para dónde va
todo esto.
Problemas, datos, cuadernos a medias, me refiero…
¿Que en cuánto rato chocarán esos trenes que partieron en tiempos y
velocidades distintas…?
¿O dónde chocan esos trenes?
¿Sabes dónde chocan…?
Chocan en uno, dentro de uno, finalmente, cuando ves los ojos llorosos…
el cansancio…
Y hasta el absurdo.
Algo está mal en todo esto.
Ahí no va el tilde… diría, como profe.
Cientos de pruebas que revisar… trabajos, planificación de clases…
Diez años durmiendo menos de 4 horas diarias.
Todo eso y de pronto ves que tu hijo comienza también a escasear de
tiempo.
Ves que le están vendiendo la misma vida...
Ocho a diez horas al día en el colegio.
Estudio, refuerzos, horas extras de estudio…
Todo con promesas lejanas:
La universidad, el trabajo, la jubilación… ¡la vida eterna…!
Nunca el instante.
¿Saben cuál sería hoy un buen trato?
¡Mi vida eterna por no haberme equivocado…!
Por no volver esos ojos llorosos…
Eso habría bastado.
Y es que me equivoqué, finalmente.
Me equivoqué…
Y parece que nos estamos equivocando todos.
Hagámonos una marca, mejor, para acordarnos que eso no es importante.
Para reírnos de todo eso…
Ahorrémonos el daño, en definitiva.
Ese es el verdadero cálculo que hay que realizar.
Comprender.
Pedir disculpas.
Ahorrarnos el daño.
Poquito más importa.
Poquito más.
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