Ella se paró de improviso junto a mí y habló con soltura, como si me hubiera conocido desde antes.
-Ojalá no llueva hoy porque ando sin paraguas -me dijo.
Yo observé el cielo, que era claro y no se veía en él nube alguna.
-No creo que llueva –dije entonces-. El cielo está despejado y parece incluso que hará calor.
Ella entonces levantó la vista y observó el cielo.
-No me preocupa el calor –comentó-. Lo que me preocupa es que llueva y no tenga paraguas.
Yo asentí.
La observé luego, con cierto recelo, pues no me parecía muy normal su conversación y temí que pudiera traerme algunas complicaciones.
-Una complicación como la lluvia –dijo ella entonces, interrumpiendo lo que pensaba.
-¿Cómo? –pregunté.
-Digo que yo también puedo complicarlo como si fuese lluvia -explicó-. Y tampoco lleva usted paraguas para eso.
Cuando terminó de hablar la observé. Esta vez directamente, para saber si la conocía.
-¿No nos conocemos, cierto? –pregunté-. Desde antes, quiero decir.
Ella no contestó.
En cambio, volvió a mirar el cielo y me pareció que hacía unos cálculos.
-Parece que es cierto –comentó-. No se ven nubes, aunque igual no hay que confiarse.
Yo la observé y volví a asentir.
Nos quedamos en silencio.
Un par de minutos después, ella se fue.
Justo entonces, cuando dejé de verla, sentí caer la primera gota.
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