-¿Dónde está el riesgo? –me preguntó, molesta.
En principio pensé que bromeaba, pero pronto descubrí que no.
Me miraba como si exigiese algo de mí que no solo no comprendía, sino que indudablemente no tenía.
Algo más que una respuesta, quiero decir.
-¿Dónde está el riesgo? –repitió.
Leí entonces en sus ojos que el riesgo era algo que ella exigía, como si solicitara sal en medio de una comida, frente a un plato soso y probablemente insípido.
-Está donde siempre –me animé entonces a decirle.
Me pareció una respuesta estúpida, pero digna.
Y es que justo en ese instante descubrí que yo, también, estaba molesto.
Ella me miró, sorprendida.
No es que no me molestase en lo absoluto, pero mi molestia se expresaba siempre de otra forma.
Ella lo notó.
Aun así, siguió con el tema.
-Es injusto –señaló-. Yo no tengo idea de dónde ha estado, ¿no sientes acaso que debió estar a la vista para los dos?
-No –contesté-. No creo que funcione de esa forma. Uno decide dónde ve, qué busca y todas esas cosas… No te cargo de culpas por algo que no vi yo…
-No entiendes –me dijo, interrumpiéndome-. Casi nunca entiendes.
Yo la miré y pensé que era cierto.
O que al menos esta vez era cierto.
-¿Dónde está el riesgo? –inistió.
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