I.
Descubrí que en mi comuna hay un gremio de carpinteros.
Y que, como en todo gremio, uno se puede afiliar.
Bajo ciertos requisitos, ciertamente, pero el esencial es ser carpintero.
Eso me dijeron, al menos, cuando consulté.
Hay una cuota, por cierto, pero es baja.
Y tenemos una credencial bastante bobita, con la cual, desde entonces, me suelo presentar.
II.
“Vian, carpintero”, dice mi credencial.
Para obtenerla fui hasta una oficina que estaba en un taller.
Presenté una carta de solicitud, llené unas fichas y entregué fotos de mis supuestos trabajos.
Eran muy buenos, dijeron.
Y me invitaron a una reunión que se celebraría en dos semanas más.
III.
En la reunión me presentaron mientras proyectaban las imágenes que había enviado.
Recibí aplausos, mayormente, aunque también miradas de envidia.
Mitad y mitad creo yo, aunque el número de los otros era impar.
Me preguntaron cosas sobre mi taller, lugares donde vendía, dónde conseguía mi madera y varias otras cosas.
Yo improvisé respuestas que podrían resumirse en que trabajaba antes en otro lugar.
De cualquier modo, no percibí que las notaran frágiles.
IV.
Con el tiempo, he descubierto que hay otros como yo en el gremio.
Todos buscamos algo distinto, probablemente, aunque nadie confesó.
De hecho, tiendo a pensar que somos mayoría, ahí en el gremio.
Ninguno de nosotros sabe siquiera, hacer una cruz.
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