Está ida. Cada vez más viejita y más ida. El otro día ella misma contó que llevo a castrar el gato y debió reconocer que de pronto confundía cosas. Y es que mientras insistía que lo castraran y pedía indicaciones sobre los cuidados luego de la operación, le dijeron que el gato que llevaba no era tal, sino gata. Y claro, ella entonces lo miró bien y debió admitir que sí, era gata, y además recordó de pronto que era la mascota de la señora Victoria, su vecina de enfrente.
-¿No se molestaron en la veterinaria? –le pregunté.
Ella pareció pensarlo un poco y luego sonrió.
-No… No se molestaron. Aunque al final tampoco resultó ser veterinaria –me dijo-. Creo que era la carnicería de don Lorenzo…
Seguimos así un buen rato, hablando de una serie de situaciones en las que ella olvidaba o confundía algo, y terminaba riéndose de la situación.
-¿Al final no llevó nunca a castrar al gato? –le pregunté entonces, como para unir los extremos de la conversación.
Ella me miró extrañada.
-¿Para qué voy a querer castrar un gato? –me dijo-. Hace al menos diez años que no tengo uno.
-Es cierto –comenté-. Me confundí.
-Es normal –me dijo-. No te preocupes. La vida ordena y desordena todo, pero al final uno se acostumbra.
Yo asentí.
Poco después, nos despedimos.
Ella se alejó entonces, caminando con dificultad.
Está ida, me dije.
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