Llovió, lo admito, pero esa lluvia no cuenta. No para mí, al menos. Caminé todo el día y me mojé bajo ella, es cierto, pero yo esperaba otra cosa. Una lluvia igual de intensa, tal vez, pero que se comportase distinto tras chocar con las cosas. Una lluvia con otro peso, de cierta forma. Una que vaya dejando agujeros, al caer. Eso es lo que esperaba. Una lluvia que siga cayendo una vez que toque eso que acostumbramos llamar superficie. Gotas que ignoren ese concepto, me refiero. Una lluvia que pase por ti, incluso, y luego más allá y no se detenga. Que no se detenga ante el borde de las cosas, quiero decir. Que ignore esas normas y se disponga a hacer algo más. Que se atreva a eso. Como las termitas esas que encontramos el otro día en la caja con libros de Balzac. No en todos, aclaro, pero sí en varios. O sea, no me refiero a las termitas en sí, sino más bien a las partes que ellas habían comido. A los túneles esos que se asemejan un poco al mundo cuando la lluvia lo atraviesa. Cuando la lluvia lo invade, me refiero, y lo llena de agujeros. Y es que esa lluvia sí, te digo. Seguramente sí. Esa sí contaría. Otra no. O no para mí, al menos.
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