jueves, 4 de abril de 2019

Por qué no amar las cosas.


Una cosa es un clavo. O puede ser un clavo. No sé por qué, pero siempre pienso eso. Paso horas observándolas y concluyo que ellas quieren clavarse en algún sitio. Quieren, pero no pueden. O no pueden por sí solas, al menos. Por eso las cosas nos necesitan. Para poder ser clavos, me refiero. O revelarse como clavos, más bien. Puede parecer algo ligero, sin importancia incluso. Pero si lo pensamos, otras verdad sale a flote: si las cosas son clavos necesitan algo donde clavarse. Y claro, si las cosas son clavos y los clavos no pueden clavarse en otro clavo, es lógico pensar que necesitan de nosotros para poder clavarse. Es decir, para ser sí mismas. Entonces, como resultado de esto, resulta que andamos de un lugar a otros con las cosas clavadas. Distinta variedad de cosas, aunque ni siquiera nos fijemos que las llevamos puestas. Y claro, los clavos –que son las cosas-, ocultan bajo sí mismas la herida que producen al clavarse. Es decir, no hay problema –no hay herida visible, digamos-, si las llevamos puestas. Y mientras no vemos la herida, resulta que apenas hay dolor. Y si lo hay, pensamos que proviene de otro sitio. Por todo esto, en definitiva, no se puede amar las cosas. Y es que a veces, ya tarde, revelan que son un clavo. 

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