miércoles, 3 de abril de 2019

Los tres.


Los tres venían desde lejos, muy compuestos y bien vestidos. Por su forma y determinación al caminar parecían tener un objetivo claro. El que traía el oro parecía dirigirlos durante el camino, pero ya a metros de llegar se le adelantó el del incienso argumentando que era conveniente que los tres llegasen envueltos en esa sustancia. Entonces, ya en el lugar, el que traía la mirra se acercó lo suficiente para comprender –primero que los otros-, que todo aquello era un fraude. Los animales estaban amarrados para crear un ambiente adecuado y el niño –cuestión central en el asunto-, estaba a todas luces muerto; la mujer que lo cargaba lo ocultaba contra su pecho, pero sus movimientos eran torpes y delataban fácilmente su afán de esconderlo. A pesar de no poder tocarlo el que llevaba el oro también se dio cuenta que algo extraño ocurría, y apenas lo vio –según contó tiempo después-, tuvo la impresión que el bebé estaba helado, y que poco a poco se ponía rígido. Complementariamente, el supuesto padre de la criatura se agachaba y hacía ruidos con su propia boca -fingiendo que los hacía el bebé, por supuesto-, como un mal ventrílocuo. Así y todo, para cumplir con lo estipulado, los tres fingieron no darse cuenta del engaño y dejaron sus regalos y se despidieron cortésmente de los fallidos padres. Minutos después de su partida, sobre el lugar, una luz tenue se apagó, o tal vez -dicen otros-, nunca estuvo encendida.

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