miércoles, 9 de abril de 2014

No parar un taxi.


Ella me cuenta que de pequeña siempre quiso hacer parar un taxi. Igual que en las películas. Ubicarse cerca de la calle, estirar el brazo, indicar con el dedo… quizá hasta llamarlo un poquito, por cumplir. Detener un mundo, me dijo. Un mundo negro y amarillo y en cuatro ruedas, se excusó después, algo avergonzada. Y claro, yo le dije entonces que era un buen sueño. Uno de esos deseos que no están tan lejos como para ser imposibles y que puedes disfrutar al alcanzarlos, sin tanto sufrimiento. Supongo que dije lo correcto. Ella sonrió. Entonces fue cuando contó que sí, que efectivamente fue un sueño alcanzado, pero que inmediatamente alcanzado reveló sus falencias. Luego se explicó. Yo la oí. Sonreímos. Ambos concordamos que era cierto. Que una cosa es parar un taxi y otra muy distinta es saber exactamente el lugar al que queremos ir, o hasta la ruta que queremos tomar, si se nos consulta. Yo no supe qué decir, dijo ella. No supe qué decir así que le explique que tenía dos mil pesos, que quería andar dos mil pesos, simplemente. Así, según contó, el chofer le dio un par de vueltas en unas calles, para finalmente dejarla donde mismo se había subido.  Fue como no parar un taxi, me dijo. Como subirme a esas maquinitas que le echas una moneda, te mueven un poco, pero que se quedan en su sitio, finalmente. Yo asentí. Después hablamos el clima. Por último, nos despedimos.

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