“Cada vez que me he hundido
en la más baja degradación
he releído estos versos…
¿Pero han servido de algo?
No. Porque soy un Karamazov,
porque cuando caigo al abismo,
caigo de cabeza…”
F. D.
I.
Hermosa maldición
la de ser un Karamazov.
Hermosas caídas.
Hermosa y terrible situación.
Así, rodeado de insectos,
sus zumbidos han dejado significados
como larvas en mis oídos.
Escuchadme, hermano,
decía el zumbido,
Dios solo ha creado enigmas.
II.
Se posan en mis ojos
los insectos.
Cubren mis ojos
como la noche.
Me muevo, entonces,
en mi sitio
para que sepan que estoy vivo.
En el desierto,
sin embargo,
también hay cadáveres
arrastrados por el viento.
III.
Maldita sensación
la de ser un Karamazov.
Incómoda revelación.
Lo descubres de pronto
como cuando pisas mierda.
Observas entonces a los otros
con inusitada distancia.
Y claro,
ajeno ya a ti mismo
abandonas aquello que aferrabas
como si soltases globos
o perros que no te pertenecen.
IV.
¿Servirá de algo
ser un Karamazov?
¿Habrá alguna herencia que reclamar
o una biblioteca vieja…?
¿Dará algún fruto la sensación
-la extraña sensación-,
de compartir miserias
afincadas finalmente en uno mismo?
V.
Ser un Karamazov.
Lo descubres, decía.
Lo aceptas.
Nada de reclamos
ni de espantar insectos.
Nada de alegar porque cierta amargura
te oprime el pecho.
Ser un Karamazov.
¡Qué hermosa maldición!
Dios solo ha creado enigmas.
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