jueves, 22 de noviembre de 2012

Mi amigo y el perro Kazantzakis.

“Mira, lo peor que te puede ocurrir
es que termines aprendiendo algo 
acerca de ti mismo”.
Manhattan, Woody Allen.


Parece mentira, pero el único animal que he visto sonreír es el perro de un amigo, que se llama Kazantzakis.

El perro es pequeño y no tiene cola, pero posee en cambio ojos grandes y una sonrisa de la que no creía capaz a ningún otro de su especie.

El perro, debe su nombre a que una vez llegó a casa con un libro en el hocico de aquel autor griego, sin que nadie supiera de dónde lo había sacado. O al menos esa es la historia que se cuenta.

La historia parece mentira, claro… pero lo cierto es que yo he visto sonreír al perro y hasta una vez hicimos un experimento para comprobar si se trataba realmente de una sonrisa, o si simplemente era una reacción que aparecía sin un motivo concreto.

El experimento consistió en mostrarle una serie de imágenes y videos, y hasta realizar algunas rutinas humorísticas, para verificar si su sonrisa guardaba relación con alguna de ellas.

Así –si bien los resultados no nos dejaron 100% satisfechos-, descubrimos que Kazantzakis prefería cierto humor intelectual, y que no podía borrar su sonrisa cuando veía alguna imagen o película de Woody Allen.

Y claro, fue a partir de este descubrimiento que comenzamos a ver las películas de este director.

No sé si fue casualidad, pero recuerdo que en ese entonces solo cayeron en nuestras manos algunas de sus comedias: Bananas, Ladrones de medio pelo, El dormilón… cosas de ese estilo. Y claro, desconocíamos los dramas y pasábamos por alto el aspecto trágico –por llamarlo de alguna forma-, de sus films.

De hecho, pienso ahora, mi amigo murió sin conocer el aspecto trágico de Woody, e incluso, si me atrevo a ser enfático, sin conocer el aspecto trágico de la vida.

Y es que un día se sirvió un té tan caliente que correteó por la terraza tras quemarse la lengua, tropezó con Kazantzakis y cayó desde el séptimo piso. Justo sobre un grifo.

Todo parece mentira, claro, pero hasta salió en los periódicos y a mí me lo confirmó su madre, quien fue la que le sirvió el té, por cierto, en aquella ocasión.

-Podrías venir de vez en cuando para que hablemos de él –me dijo, durante el velorio.

Y claro, siempre que fui me sirvió té helado.

Esto duró como seis meses.

Le conté que veíamos películas de Woody Allen y hasta le propuse que viéramos juntos alguna, para que se animara.

-Su hijo siempre decía que le hubiese gustado ser como un personaje de esas películas –le comenté, incluso.

Fue así que vimos Annie Hall, Septiembre, Interiores… La otra mujer.

Luego ella, que era judía, me contó que se iría a vivir a Israel, para estar más cerca de Dios.

-¿No quisieras tener sexo conmigo, antes que me vaya? -me preguntó esa vez.

Yo, virgen aún, rechacé la oferta.

Luego me arrepentí.

Esto ocurrió hace poco más de quince años.

Creo que unos parientes suyos se quedaron con Kazantzakis.

Me gusta imaginar que el perro, al menos, sigue vivo.

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