Decidí hace poco no volver a pagar la renta.
Y no fue una decisión a la ligera.
Es decir, junté argumentos, saqué cuentas… y se las
expuse al corredor de propiedades.
-Siempre he sabido que usted tiene una gran barriga,
señor corazón… -le dije.
Pero al tipo aquel no le hizo gracia.
Así, fueron pasando las semanas hasta que un día
llegó el corredor acompañado de tres tipos fornidos y un camión donde parecía
iban a llevar mis cosas.
-Sabemos que está ahí señor Vian… -me decían-.
Sabemos que está ahí.
-¿Dónde es ahí? –les pregunté, metafísico.
Y claro, ellos murmuraron algo, pero al parecer no
se pusieron de acuerdo sobre la respuesta correcta.
Luego comenzaron a negociar.
-Si le embargamos enseres por el valor adeudado –me
dijeron-, usted tendrá otros dos meses de plazo…
-¿Y para qué quiero seis meses de plazo?
-No dije seis, señor Vian… -aclaró-. Dije dos.
Yo saqué cuentas.
Mire mis posesiones.
Calculé mis posibilidades ante los tres tipos
fornidos.
-Tengo un manuscrito… -señalé-. Es el prototipo de
una novela que puede hacerme millonario en cualquier momento…
Del otro lado no se escuchaba nada, así que seguí.
-Se trata de un niño huérfano que descubre que sus
padres habían sido magos importantes y que es llevado a un colegio donde se
enseña la hechicería… y tiene una cicatriz en la frente...
-¿Está usted borracho, señor Vian?
-Sí –admití-, pero poquito.
-Pues yo no he venido aquí a hablar estupideces con
un borracho… ¡Queremos cosas serias, señor Vian…! –gritó-. No nos haga perder
el tiempo.
-¿Cosas serias? –pregunté.
-Cosas serias -repitió-. Si vamos a embargar algo
necesitamos que tenga un valor concreto, traducible a dinero específico.
-Deme un ejemplo –pedí.
-Televisores, computadores… no sé, cosas de ese
tipo…
Yo saqué cuentas, nuevamente.
-Tengo puros libros y un computador feo… -confesé.
-Pues revisaremos nosotros y veremos qué hay…
déjenos entrar...
-¿Y qué sucedería si no los dejo? –pregunté.
Al otro lado de la puerta se hizo por un momento un
silencio extraño.
-Quizá ganaría usted algo de tiempo… -aceptó el
corredor-, pero luego lo desalojarían carabineros y usted terminaría en
problemas…
-Pero es que de verdad no tengo nada más que libros…
-le expliqué-. Y manuscritos. ¿No quisiera pensárselo mejor y aceptar alguno
para saldar las deudas y ganar esos cinco meses…?
-Dos meses, señor Vian -me interrumpió- Dos meses.
Su tono, sin embargo, me indicó que estaba cediendo.
-¿Qué tan largos son los manuscritos? –preguntó entonces.
-Varios cuadernos y una resma de hojas escritas a
ambos lados… -señalé.
-¿Son valiosos para usted…?
-Sí –confesé-. Ni siquiera tengo copia.
La voz del tipo parecía haberse suavizado.
-¿Y son buenos? –preguntó entonces.
-¿A qué se refiere con buenos?
-Me refiero a si son cosas publicables…
-Pues eso no dice mucho… -comenté-, pero sí,
supongo que sí…
-¿Y no ha pensado enviarlos a concursos?
-No me gustan los concursos –señalé.
Nuevamente se hizo un silencio.
-¿Voy a buscarlos y se los paso? –pregunte entonces.
El tipo no contestaba.
Por la ventana pude ver que los tipos fornidos
volvían al camión.
-No es necesario, señor Vian… -escuché que decía el
cobrador-. Pero le advierto que esto traerá problemas si no soluciona la
situación…
-¿Quiere decir que no se va a llevar nada?
-No –señaló-. No es necesario.
-¿Y puedo preguntarle por qué cambió de opinión? –pregunté.
El hombre hizo una última pausa.
-Yo también escribí una novela, señor Vian –dijo entonces-.
Y tampoco me gustan los concursos.
Yo me emocioné un poquito.
-También los chicos del camión escribían poesía, en todo caso –agregó
luego-. Y hasta eran buenos…
-¿Me está hueveando? –pregunté.
-No –contestó-. ¿Pero sabe…? Un día usted descubrirá
que todos fuimos algo así como escritores ocultos, y que ese es el verdadero
vínculo, que nos une…
-¿El haber dejado de escribir…?
-Algo así, señor Vian… -dijo sin contestar a mi
pregunta-. Y hasta luego.
-Hasta luego –dije yo, contrariado.
Por último, los tres tipos del camión tocaron un
par de veces la bocina, y yo me despedí, desde la ventana.
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