I.
Un ex colega me invita a un asado.
No lo veo hace años así que voy y aprovecho de recuperar
un libro.
Tomamos unas cervezas.
Conversamos.
Él también es profe y me cuenta que el próximo año
va a tener más horas de trabajo.
Cuarenta y cuatro, me dice, como si hubiese
obtenido un premio.
Ahora puede pedir un préstamo para una casa.
Un préstamo a treinta años, aclara.
Se supone que yo lo felicite, o algo así, pero no
lo hago.
Y es que él pintaba excelente y hasta componía en piano, cuando tenía tiempo.
El asado se quema un poco, pero queda bien.
II.
Como tenemos que hacer, solo bebemos un par de
cervezas.
Antes me hubiese avergonzado.
Una vez incluso, de borrachos, peleamos juntos
contra unos tipos, en un bar.
Perdimos esa vez, es cierto, pero cambiamos la
historia.
Así, siempre que nos reunimos la volvemos a contar,
incluso a nosotros mismos.
En la última versión yo golpeé a tres tipos y mi ex
colega a otros dos.
Luego apedreamos el colegio en donde trabajábamos
en aquel entonces.
III.
Cuando me junto con gente que no veo hace tiempo me
siento extraño.
Y es que muchos de nosotros esperábamos, quizá, vernos en
otros sitios.
Es decir, nos sabemos incómodos, pero no hacemos mucho por cambiar
la situación.
Yo también lo sé, claro, pero me busco excusas.
Ellos también lo hacen, por cierto y hasta emiten comentarios.
Ellos también lo hacen, por cierto y hasta emiten comentarios.
Dicen que me veo como si cargara a un muerto, por ejemplo.
Yo, en tanto, les digo que todos somos como un
muerto, que va arrastrando un vivo.
Reímos.
Un poco.
Un poco.
IV.
Al final de estos encuentros siempre nos despedimos
con un chiste.
La idea es inventarlo, claro, o decirlo sin pensar.
Esta vez me tocó a mí.
¿A qué fueron
los siameses a Inglaterra?, les pregunto.
Ellos no contestan.
Fueron a que
el otro aprendiera a manejar, les digo.
Nadie ríe.
Eso es todo.
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