y no sabemos por qué pensamos.
Es como si diéramos vuelta un vaso con
agua
y el agua se enorgulleciera de caer”.
Álvaro Yáñez Bianchi.
I.
Hoy entré al departamento un perro llamado Rulfo.
Generalmente no lo hago, pero el animal estaba mojado por la lluvia y tenía un
collar que decía “Yo soy Rulfo”, y un
número de celular.
Así, lo pasé a escondidas porque está prohibido y
le di un poco de comida, que había cocinado recién, y que había quedado mal.
Pensaba llamar por teléfono de inmediato y solucionar
el problema, pero como no tengo celular ni teléfono fijo, el asunto se tornó
bastante más difícil de lo que esperaba y no fue sino horas más tarde cuando logré
encontrar un teléfono público en una bomba de bencina, y marqué el número.
-Tengo a Rulfo –dije, cuando me contestaron.
-¿Con quién hablo? –preguntó una voz, algo nerviosa.
-Con Vian… encontré a Rulfo –insistí.
-¿Y quiere la recompensa?
-No –le dije-. Pero quiero que vengan a buscarlo.
Luego, le di la dirección y les dije que subieran
directamente al departamento, sin dar explicaciones, porque no me gusta mentir.
II.
Una hora más tarde una pareja como de mi edad tocaba
la puerta del departamento, y yo los hacía pasar para que pudiesen camuflar a
Rulfo, y no tuviesen inconvenientes al salir.
-¡Uyy…! -dijo la mujer, apenas entró-. Usted tiene
muchos libros.
Yo asentí.
Entonces vino Rulfo y se subió en brazos del
hombre, mientras la mujer caminaba mirando la biblioteca.
-Usted debe estar orgulloso… -continuó-, ¡cuántos
libros…! Y yo que pensé que tenía hartos.
-¿Cuántos tiene? –preguntó entonces el hombre.
-Hartos –dije yo, todavía preguntándome por qué
debía enorgullecerme de aquello.
-Pues nosotros tenemos como 500 y no son nada comparados
con los que tienes acá –siguió ella, alegre-. Aunque claro, nosotros también
tenemos animales, al menos en eso te ganamos…
-¿Cuántos tiene? –pregunté, por decir algo.
-Hartos -contestó el hombre, y pareció enorgullecerse
de su respuesta.
Ella entonces dejó su chaqueta sobre una silla y me
pidió permiso para seguir viendo.
Él, en tanto, bajó a Rulfo, y agregó una correa a su
collar, que tenía una especie de gancho, para sujetarla.
-¿Es cierto que no va a querer la recompensa? –preguntó
entonces el hombre.
-Cierto –contesté yo.
-Por supuesto que no, tú no eres así… –agregó la
mujer-. ¿Sabes…? Deberías sentirse orgulloso… No son muchos los que rechazan una
recompensa, o que protegen un perro de la lluvia…
-Es cierto… -dijo él.
-Y claro… -siguió ella-, además debes sentirse
orgulloso por sus libros y por tener esas plantas y bueno… por todo, supongo…
-¿Por todo? –pregunté.
-Claro, por todo –dijo ella-. Uno debe
enorgullecerse por todo. Nosotros por ejemplo estamos orgullosos de estar
juntos y de tener animales y de siempre estar de acuerdo y hasta de ser felices…
-¿Están orgullosos de eso? –les pregunté, con un
tono que pareció incomodarlos.
-Claro –dijo él. Y ella le sonrió.
Entonces, ella acarició a Rulfo y volvió a tomar la
chaqueta y comenzó con el ritual de los agradecimientos y hasta empezó de nuevo
con lo del orgullo y ahí fue que no aguanté…
-¡Orgullo y una mierda! –les dije-. ¡Todo debiese a
uno avergonzarlo…! ¡Los libros, el jugar a estar de acuerdo o hasta la
felicidad ya que ustedes la nombraron…! ¡Las horas de trabajo, el usar paraguas
en la lluvia y hasta tener un perro lindo…!
-Pero… -intentó decir nada.
-¡Pero y otra mierda…! –seguí, algo descompuesto-. ¡Eso
no tiene mérito alguno…! ¡Es justamente por enorgullecerse de esas mierdas… del
jardín bien cuidado, del corte de pelo del perro, de los libros en los estantes…
que todo está como está…!
-Pero si no le cortamos el pelo a Rulfo… -dijo ella,
como excusándose.
-Era un ejemplo… -expliqué, pero junto con eso mi
enojo desapareció abruptamente, como si esa estúpida inocencia hubiese bastado
para acabarla.
La escena, por lo demás, se me reveló entonces
bastante estúpida… Ellos junto a la puerta, Rulfo sacando la lengua, y yo con
un enojo que había desaparecido por completo, sin saber por qué…
-Creo que es mejor que nos vayamos –dijo el hombre, algo incómodo.
Yo asentí.
La mujer hizo una despedida con un gesto, y hasta
me dio las gracias.
Y yo, claro, me sentí tan mal que hasta pedí disculpas,
mientras se alejaban.
III.
A pesar de que la reacción puede no haber sido la
correcta, no dejo de pensar que nos enorgullecemos de las cosas equivocadas.
Y es que no soy mejor porque recojo un perro o
porque tengo libros o porque escribo un texto al día, aquí, hace más
de dos años.
Es decir, no sería peor si no hago aquellas cosas.
Y sí, puede parecer amargo, o hasta agresivo, pero
la felicidad conseguida por cualquier método que la haya tenido como fin, me
parece despreciable.
Asimismo, toda manera tibia de vivir y de almacenar
cosas –incluso libros, debo admitir-, me avergüenza profundamente.
Lo malo, sin embargo, es que no sé bien qué hacer, si les soy
sincero, y lo que siento que la vida me exige también me parece a ratos, algo
sin sentido.
Así, solo me queda señalar que si me ve usted
por ahí, haciendo algo equivocado, tiene todo el derecho a reprochármelo…
Mi collar dice Vian y aprieta un poco, pero no
tiene dirección ni dueño.
Esa fue la primera parte de mi día.
Quizás habría que empezar eliminando la culpa...junto con el orgullo. De ese modo la búsqueda de la felicidad -aunque se basara en cosas materiales- no sería despreciable (aunque resulte un método inútil)
ResponderEliminarUn abrazo