lunes, 15 de agosto de 2011

Una mujer en un acuario.

.
Fue en otro tiempo.

Yo arrendaba una pieza que quedaba
en la parte trasera de una casa.

La pieza tenía baño y cocina
así que estaba bien,
además la dueña
me prestaba a veces su nevera
para guardar las cervezas
y todo fluía casi
perfectamente.

Pero sucedió entonces
que ella cambió su actitud
de un momento a otro,
y además de subirme el arriendo
comenzó a fruncir marcadamente el ceño
cada vez que yo entraba a la casa
a buscar una cerveza.

Por si fuera poco
me pidió que bajase el volumen
cuando escuchara a Janacek,
pues alegaba que era como escuchar
dos cosas al mismo tiempo.

Fue así que tras acumularse algunos reclamos
decidí preguntarle directamente
qué era aquello que le molestaba.

¿Quieres que sea sincera?
me dijo.

Yo asentí.

Entonces ella comenzó a explicar
algo que demoré bastante en comprender
y que decía relación
con una extraña molestia que sentía
hacia mis libros.

Es que son muchos,
me decía,
e innecesarios…
y no sé realmente qué puedan aportar
a la felicidad de alguien.

Así,
mientras la escuchaba hablar
recordaba yo algunas frases de Fahrenheit 451,
esas que respaldaban la decisión gubernamental
de quemar
y prohibir los libros...

Y claro,
como se lo comenté,
ocurrió que esa misma noche
terminamos viendo juntos
y borrachos,
la versión de Fahrenheit
dirigida por Truffaut,
aunque la película se dañó justo antes
que el protagonista huyese hasta el pueblo
de los hombres libros.

¿Los hombres libres?
preguntó ella,
cuando intenté contarle.

No, los hombres libro,
le aclaré.

Y comencé luego a explicarle
que para lograr salvar los libros
un grupo de personas se había reunido
memorizando cada una
un texto:
palabra por palabra,
para que no se perdiese.

¡Pero eso es desperdiciar la propia vida!
recuerdo que alegaba la mujer
realmente afectada.

Mientras,
yo intentaba defender mi tesis
-algo adolescente, debo reconocer-,
de que eso realmente se trataba
de un acto de amor verdadero,
ese que llegamos a veces a sentir
únicamente por algo que creemos perfecto
y puro.

La mujer, no obstante, seguía exaltada,
como si en realidad estuviésemos discutiendo
sobre otra cosa más íntima,
tanto así que terminó gritándome y casi empujándome
para que volviese a mi cuarto,
de un momento a otro.

Desde ese día,
hasta que me fui del lugar
unas dos semanas después,
fue que comencé a fijarme
por primera vez
en aquella mujer.

Observé, por ejemplo,
que siempre se quedaba dormida
con la televisión encendida;
y como la programación se acababa
y la imagen se iba a azul
recuerdo que el cuarto de ella
parecía desde lejos
una especie de acuario,
y esa imagen me resultaba tan extraña
-íntimamente extraña, me refiero-,
que no lograba yo, prácticamente,
leer libro alguno
o pensar en otra cosa.

Asimismo,
comencé a darle importancia
a la absurda manía que tenía la mujer
de excusarse por la ausencia de su marido,
cuando resultaba claro
-y tristemente obvio-,
que yo era la única persona,
además de ella,
que vivía en esa casa.

Fue así que un día,
en que llegué más temprano que otras veces,
encontré a la mujer al interior de mi cuarto,
borracha,
y con mis cuadernos de escritos
de ese entonces
rotos y esparcidos
sobre la cama.

Mi esposo dicee que a no ser que pague usted
el doble de lo acordado,
se vaya de aquí mañana mismo,
me lanzó,
sin darme tiempo a reaccionar.

Fue entonces que,
quizá por vengarme,
le dije a la mujer que ella sabía muy bien
que yo no tenía más dinero,
pero que yo también sabía muy bien
que ella estaba sola
y no tenía esposo.

Luego de eso se hizo silencio en mi cuarto,
recuerdo,
y todo quedó como muerto
hasta que la mujer salió del lugar
tambaleándose no sé si por el alcohol
o por la tristeza
o quizá simplemente
porque había salido
de su acuario.

Yo, en tanto,
me fui del lugar esa misma noche,
sin llevarme ninguno de mis libros
ni mis escritos,
y sintiendo que la vergüenza
me había hecho envejecer unos años
merecidamente.

Hoy,
mirando a la distancia aquel momento,
creo que no sería erróneo,
como conclusión,
decir que amé secretamente y por años
a una mujer que vivía en un acuario,
a la que dañé por buscar en mis libros
y no en mi interior
mis propios sentimientos.

2 comentarios:

  1. Una historia de desencuentro e incomunicación. Triste. Entrañable.
    Me gustó leerla.
    Un abrazo.

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  2. ¡Vaya! Había envidia hacia los libros.
    Estoy segura de que la mujer del acuario deseaba tanta atención como aquellos libros.

    Genial relato.
    ¡Fantástico! :D

    ResponderEliminar

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