I.
Nuestro planeta emite un ruido mientras gira. Un ruido al que nos acostumbramos incluso antes de nacer y que somos incapaces de distinguir.
Existen pruebas científicas para comprobarlo y puede usted recurrir a ellas si no me cree, pero yo le pido confianza y un poco de atención, durante un par de minutos.
Ahora bien, podría yo inventarle que escucho ese ruido, o que me doy cuenta del movimiento de la tierra en mi propio equilibrio, pero no quiero ganar su atención a base de mentiras. Además ya le confesé que quiero su confianza y no su atención… y créame que se trata de un deseo sincero.
Aceptemos entonces que nuestro planeta hace un ruido mientras gira, y que nos acostumbramos tanto a él, que no lo percibimos.
De esta forma, si está de acuerdo, pase usted al siguiente punto.
Si no, de todas formas, le deseo a usted un buen día.
II.
Ya que estamos en confianza me gustaría confesarle que no siempre he sido sincero.
Puede sonar como excusa, pero me lo explico porque solo con el paso de los años pude yo darme cuenta de quién era, y comenzar a actuar de forma honesta.
Y es que solo podemos ser sinceros, pienso, cuando sabemos quiénes somos y desde donde nace nuestro discurso.
Digo esto porque justamente de esta insinceridad, nacieron hace muchos años mis burlas a una mujer que caminaba inclinada hacia un costado, y que pasaba todos los días por fuera de mi colegio.
Al pasar, recuerdo que era yo el encargado de inventar alguna historia supuestamente chistosa referida a esa mujer, mientras mis compañeros celebraban las ocurrencias y hasta hacían dibujos, de vez en cuando, ilustrando las aventuras.
No obstante, mi insinceridad existía, dado que yo conocía a esa mujer, y hasta hablaba con ella en ocasiones, pues vivía prácticamente al lado de la casa de mis padres y nos visitaba de vez en cuando.
Me enteré de esta forma que lo que tenía esa mujer, era una falla en la percepción del mundo. Es decir, ella percibía que caminaba perfectamente alineada, y que era el mundo –y nosotros en él-, los que íbamos manteniendo un equilibrio falso y aparentemente precario, en nuestro andar.
Así, intrigado con lo que le sucedía, decidí un día entrevistarla para un reportaje escolar.
III.
Recuerdo que tuvimos una larga conversación.
Yo intentaba hacerle una serie de preguntas a aquella mujer, pero ella evitaba contestarlas directamente y hasta me trataba como si yo fuese el entrevistado.
-¿Tú crees que todo está en equilibrio? –me preguntó aquella vez.
Y yo contestaba que sí, según recuerdo, aunque hubiese querido decir que todo estaba en equilibrio, menos ella.
-Hay cosas que deben ponerse en duda –me decía ella entonces, con una voz suave-. Llegar y aceptar el equilibrio del mundo a veces es peligroso, y puede hacernos caer, cuando menos lo esperamos…
Luego ella siguió hablándome y me contó aquello del ruido que hacía el mundo, e intentó explicármelo con algunos ejemplos:
-¿Sabes a qué hueles? –me preguntó-.
Yo no supe que responder.
-No sabes porque siempre has sentido tu olor natural, y hoy ya es imperceptible…
Yo la miraba sin entender.
-Pasa lo mismo con todo –decía ella-. Nos acostumbramos tanto a las cosas que ellas desaparecen… como el latido de tu corazón…
-Pero yo puedo escuchar el latido de mi corazón, cuando me lo propongo –recuerdo que alegué, esa vez.
-Pero no puedes sentirlo siempre… es como tratar de saber quiénes somos… Nunca podemos estar totalmente seguros porque la mayor parte del tiempo actuamos sin saberlo. Es igual que con el olor propio.
Yo intentaba tomar apuntes para mi reportaje, pero no sabía que escribir.
-Además –seguía ella-, aunque lograras escuchar siempre tus latidos eso no terminaría arrojando nada claro… pues nadie conoce el idioma en que hablan los latidos, es como un lenguaje desconocido, ¿no crees?
Por último, ella me contó otras cosas acerca de su historia, algo referente a su ex marido y otras cosas de las cuales no supe extraer el significado… y hasta me regaló al final otro secreto:
-Hueles a trigo, por si no lo sabes –fue lo último que me dijo, aquella vez.
IV.
Han pasado muchos años desde la conversación que les contaba antes, pero debo reconocer que aún no sé cómo huele el trigo.
Respecto a la historia, recuerdo que esa vez me negué a presentar el reportaje y poco a poco comencé a dejar de molestar a la mujer frente a mis compañeros, cuando pasaba frente al colegio, cada día.
Quizá entonces pensé que dejar de molestar era un acto de sinceridad, o de respeto hacia ella, pero lo cierto es que fue simplemente otra manera de evitar mostrar realmente quién es uno.
Tampoco comprendí que aquello que me había dicho la mujer era en realidad un conjunto de enseñanzas valiosas, y que la gente actúa a veces desinteresadamente y por puro afecto, revelándoles secretos a los otros.
Así, resulta que hasta el día de hoy me alegra recordar su regalo: saber que huelo a trigo.
Quizá, si cierra usted los ojos y se concentra, querido lector, pueda descubrir también su propio aroma, o hasta oír, con suerte, el movimiento del mundo.
De hecho, puede que el ruido de ese movimiento sea también una voz, que contenga significados realmente importantes, para todos nosotros.
Si lo descubre, recuerde que ser sincero consiste en compartir las verdades que nos son reveladas, y no olvide que muchos de nosotros, urgentemente, necesitamos de ellas.
Nuestro planeta emite un ruido mientras gira. Un ruido al que nos acostumbramos incluso antes de nacer y que somos incapaces de distinguir.
Existen pruebas científicas para comprobarlo y puede usted recurrir a ellas si no me cree, pero yo le pido confianza y un poco de atención, durante un par de minutos.
Ahora bien, podría yo inventarle que escucho ese ruido, o que me doy cuenta del movimiento de la tierra en mi propio equilibrio, pero no quiero ganar su atención a base de mentiras. Además ya le confesé que quiero su confianza y no su atención… y créame que se trata de un deseo sincero.
Aceptemos entonces que nuestro planeta hace un ruido mientras gira, y que nos acostumbramos tanto a él, que no lo percibimos.
De esta forma, si está de acuerdo, pase usted al siguiente punto.
Si no, de todas formas, le deseo a usted un buen día.
II.
Ya que estamos en confianza me gustaría confesarle que no siempre he sido sincero.
Puede sonar como excusa, pero me lo explico porque solo con el paso de los años pude yo darme cuenta de quién era, y comenzar a actuar de forma honesta.
Y es que solo podemos ser sinceros, pienso, cuando sabemos quiénes somos y desde donde nace nuestro discurso.
Digo esto porque justamente de esta insinceridad, nacieron hace muchos años mis burlas a una mujer que caminaba inclinada hacia un costado, y que pasaba todos los días por fuera de mi colegio.
Al pasar, recuerdo que era yo el encargado de inventar alguna historia supuestamente chistosa referida a esa mujer, mientras mis compañeros celebraban las ocurrencias y hasta hacían dibujos, de vez en cuando, ilustrando las aventuras.
No obstante, mi insinceridad existía, dado que yo conocía a esa mujer, y hasta hablaba con ella en ocasiones, pues vivía prácticamente al lado de la casa de mis padres y nos visitaba de vez en cuando.
Me enteré de esta forma que lo que tenía esa mujer, era una falla en la percepción del mundo. Es decir, ella percibía que caminaba perfectamente alineada, y que era el mundo –y nosotros en él-, los que íbamos manteniendo un equilibrio falso y aparentemente precario, en nuestro andar.
Así, intrigado con lo que le sucedía, decidí un día entrevistarla para un reportaje escolar.
III.
Recuerdo que tuvimos una larga conversación.
Yo intentaba hacerle una serie de preguntas a aquella mujer, pero ella evitaba contestarlas directamente y hasta me trataba como si yo fuese el entrevistado.
-¿Tú crees que todo está en equilibrio? –me preguntó aquella vez.
Y yo contestaba que sí, según recuerdo, aunque hubiese querido decir que todo estaba en equilibrio, menos ella.
-Hay cosas que deben ponerse en duda –me decía ella entonces, con una voz suave-. Llegar y aceptar el equilibrio del mundo a veces es peligroso, y puede hacernos caer, cuando menos lo esperamos…
Luego ella siguió hablándome y me contó aquello del ruido que hacía el mundo, e intentó explicármelo con algunos ejemplos:
-¿Sabes a qué hueles? –me preguntó-.
Yo no supe que responder.
-No sabes porque siempre has sentido tu olor natural, y hoy ya es imperceptible…
Yo la miraba sin entender.
-Pasa lo mismo con todo –decía ella-. Nos acostumbramos tanto a las cosas que ellas desaparecen… como el latido de tu corazón…
-Pero yo puedo escuchar el latido de mi corazón, cuando me lo propongo –recuerdo que alegué, esa vez.
-Pero no puedes sentirlo siempre… es como tratar de saber quiénes somos… Nunca podemos estar totalmente seguros porque la mayor parte del tiempo actuamos sin saberlo. Es igual que con el olor propio.
Yo intentaba tomar apuntes para mi reportaje, pero no sabía que escribir.
-Además –seguía ella-, aunque lograras escuchar siempre tus latidos eso no terminaría arrojando nada claro… pues nadie conoce el idioma en que hablan los latidos, es como un lenguaje desconocido, ¿no crees?
Por último, ella me contó otras cosas acerca de su historia, algo referente a su ex marido y otras cosas de las cuales no supe extraer el significado… y hasta me regaló al final otro secreto:
-Hueles a trigo, por si no lo sabes –fue lo último que me dijo, aquella vez.
IV.
Han pasado muchos años desde la conversación que les contaba antes, pero debo reconocer que aún no sé cómo huele el trigo.
Respecto a la historia, recuerdo que esa vez me negué a presentar el reportaje y poco a poco comencé a dejar de molestar a la mujer frente a mis compañeros, cuando pasaba frente al colegio, cada día.
Quizá entonces pensé que dejar de molestar era un acto de sinceridad, o de respeto hacia ella, pero lo cierto es que fue simplemente otra manera de evitar mostrar realmente quién es uno.
Tampoco comprendí que aquello que me había dicho la mujer era en realidad un conjunto de enseñanzas valiosas, y que la gente actúa a veces desinteresadamente y por puro afecto, revelándoles secretos a los otros.
Así, resulta que hasta el día de hoy me alegra recordar su regalo: saber que huelo a trigo.
Quizá, si cierra usted los ojos y se concentra, querido lector, pueda descubrir también su propio aroma, o hasta oír, con suerte, el movimiento del mundo.
De hecho, puede que el ruido de ese movimiento sea también una voz, que contenga significados realmente importantes, para todos nosotros.
Si lo descubre, recuerde que ser sincero consiste en compartir las verdades que nos son reveladas, y no olvide que muchos de nosotros, urgentemente, necesitamos de ellas.
*-*
ResponderEliminarMe gustaría oir cómo suena el mundo al girar, pero hay siempre demasiado ruido para oirlo.
ResponderEliminarMe quedo calladita intentando re-descubrir el latido de mi corazón...y el del planeta, claro! =)
ResponderEliminarUn abrazo.
El trigo huele a ulpo
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