“Parecer y asemejarse sin ser;
hablar sin decir nada verdadero,
son cosas contradictorias,
no importa el contexto en que se digan”.
Platón, El sofista o del ser.
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hablar sin decir nada verdadero,
son cosas contradictorias,
no importa el contexto en que se digan”.
Platón, El sofista o del ser.
I.
Incluso antes de saludarnos la mujer me advierte que pase lo que pase no debo enamorarme de ella.
-Puede que suene extraño –me explica-, pero es algo que suele ocurrir cuando no se dejan claras las cosas desde un principio.
Yo le digo que sí, que acepto sus condiciones, y ella comienza entonces a contarme su problema.
-Me ocurre por periodos, desde pequeña –me dice-, he intentado relacionarlo con acciones concretas o sucesos importantes que me hayan ocurrido, pero lo cierto es que no encuentro una conexión clara…
-¿Te refieres a los de los peces? –le pregunto.
-Sí, a eso…
Y claro, yo le pido que vuelva a contarme aquello que le ocurre y que la llevó a contactarme porque supuestamente yo podría comprender un poco más de aquel asunto.
-Lo que sucede es que tal como te conté, a veces salen pequeños peces desde mis manos –me cuenta-. Ocurre generalmente cundo las lavo, o cuando las sumerjo en agua… aunque las cosas han cambiado ahora último.
-¿A qué te refieres?
-Es que es difícil de explicar… Antes los peces… no sé… como que se veían felices… pero ahora…
-Espera –la interrumpo- ¿Cómo podías saber tú si los peces estaban felices?
-Sí… es cierto… no es felices la palabra… Pero es que es más fácil decirlo así… ¿quieres mejor que te muestre lo que ocurre?
-Ok –le digo.
Y fuimos hasta un lugar apropiado.
II.
Dos semanas antes del encuentro, yo había recibido un extraño mail de una mujer que me contaba aquello de los peces que ya saben.
La mujer, por cierto, me había buscado a partir del interés por una publicación donde yo mezclaba varios temas, entre los cuales podrían considerarse centrales el concepto de naturaleza que se desprende del Timeo, de Platón, y una especie de análisis del cuento de Cortázar referido al personaje ese que vomitaba conejitos blancos.
Fue así que una carta a una señorita en París se transformó de pronto en un mail a un profesor en Santiago.
“Tengo que verle”, decía dicho mail, según recuerdo.
Y sucedió a partir de esto el encuentro que comencé a narrar allá arriba, y que retomaré a continuación.
III.
Fuimos entonces al hotel en que esta mujer se hospedaba –pues había viajado para poder encontrarnos-, y nos dirigimos directamente al baño.
-¿Puedes poner el tapón en la tina? –me preguntó.
Yo lo hice. Luego ella puso las manos bajo el agua y comenzó a suceder.
-¿Los ves? –me decía.
Y claro… ¡cómo no iba a verlos…! Si apenas con un poco de agua ya podían verse unos seis o siete pececitos de no más de tres centímetros nadando en aquel lugar.
Luego ella cerró la llave del agua, y nos quedamos mirándolos.
-Van a morir –me dijo entonces, con una voz seria, como si mirásemos a nuestros hijos.
-¿Qué…?
-Que van a morir… -repitió ella-. Van a morir prontamente.
Y así, apenas lo dijo, comenzaron a perder el movimiento aquellos peces y se quedaron flotando ahí, como pequeños pétalos de carne.
-Antes no pasaba así –continuó-, antes si querías podías criarlos incluso, y tenían una vida normal… ¡si hasta se reproducían!
-Pero ¿pasó algo…? ¿Hubo algo que te ocurriera como para explicar el cambio…? –le pregunté.
-Nada. Todo está igual que siempre… salvo por los peces, claro… Si ya no están hechos para vivir los pececitos esos…
Luego, mientras hablaba, ella tomó uno de los cuerpos, desde el agua, y sin mediar explicación ni transición alguna, lo partió bruscamente, como si aquello fuese un hecho desligado de la delicadeza de sus palabras, y de la situación que estábamos viviendo.
-Mira –me dijo luego, acercándome el cuerpo, partido en dos-. Es como si nunca hubiesen estado vivos… son como nuggets de pescado…
-¿Cómo…?
-Que son como esos productos procesados en base a pescado, ¿no ves que no tienen nada adentro, salvo carne?
Yo me acerqué entonces y observé que sí, que los pececitos esos parecían falsos, como si hubiesen estado hechos de una especie de pasta… pero no se me ocurrió qué decir al respecto.
Ella, por último, despedazó los que quedaban sobre el agua para que pudieran irse sin problemas por la cañería. Y sacó el tapón.
IV.
Lo que cuento sucedió hace dos días, pero lo cierto es que aún no sé qué pensar de aquel asunto.
Lo peor, sin embargo, es que tampoco sé qué sentir.
Y es que por momentos pareciera que mis sensaciones, partidas en dos, revelasen también ese interior de embutido, o de alimento procesado… negándoles con esto, incluso la certeza de haber estado vivas.
Respecto a la mujer, me gustaría señalar simplemente, que no pude ayudarla a comprender nada, y que tras pasar unas horas más juntos, nos fuimos en distintas direcciones.
Así, al final de la historia, podríamos concluir diciendo que no hubo comprensión, ni enamoramiento, ni pececitos vivos.
La vida a veces es así, por supuesto…
Y hasta la maravilla es triste.
Incluso antes de saludarnos la mujer me advierte que pase lo que pase no debo enamorarme de ella.
-Puede que suene extraño –me explica-, pero es algo que suele ocurrir cuando no se dejan claras las cosas desde un principio.
Yo le digo que sí, que acepto sus condiciones, y ella comienza entonces a contarme su problema.
-Me ocurre por periodos, desde pequeña –me dice-, he intentado relacionarlo con acciones concretas o sucesos importantes que me hayan ocurrido, pero lo cierto es que no encuentro una conexión clara…
-¿Te refieres a los de los peces? –le pregunto.
-Sí, a eso…
Y claro, yo le pido que vuelva a contarme aquello que le ocurre y que la llevó a contactarme porque supuestamente yo podría comprender un poco más de aquel asunto.
-Lo que sucede es que tal como te conté, a veces salen pequeños peces desde mis manos –me cuenta-. Ocurre generalmente cundo las lavo, o cuando las sumerjo en agua… aunque las cosas han cambiado ahora último.
-¿A qué te refieres?
-Es que es difícil de explicar… Antes los peces… no sé… como que se veían felices… pero ahora…
-Espera –la interrumpo- ¿Cómo podías saber tú si los peces estaban felices?
-Sí… es cierto… no es felices la palabra… Pero es que es más fácil decirlo así… ¿quieres mejor que te muestre lo que ocurre?
-Ok –le digo.
Y fuimos hasta un lugar apropiado.
II.
Dos semanas antes del encuentro, yo había recibido un extraño mail de una mujer que me contaba aquello de los peces que ya saben.
La mujer, por cierto, me había buscado a partir del interés por una publicación donde yo mezclaba varios temas, entre los cuales podrían considerarse centrales el concepto de naturaleza que se desprende del Timeo, de Platón, y una especie de análisis del cuento de Cortázar referido al personaje ese que vomitaba conejitos blancos.
Fue así que una carta a una señorita en París se transformó de pronto en un mail a un profesor en Santiago.
“Tengo que verle”, decía dicho mail, según recuerdo.
Y sucedió a partir de esto el encuentro que comencé a narrar allá arriba, y que retomaré a continuación.
III.
Fuimos entonces al hotel en que esta mujer se hospedaba –pues había viajado para poder encontrarnos-, y nos dirigimos directamente al baño.
-¿Puedes poner el tapón en la tina? –me preguntó.
Yo lo hice. Luego ella puso las manos bajo el agua y comenzó a suceder.
-¿Los ves? –me decía.
Y claro… ¡cómo no iba a verlos…! Si apenas con un poco de agua ya podían verse unos seis o siete pececitos de no más de tres centímetros nadando en aquel lugar.
Luego ella cerró la llave del agua, y nos quedamos mirándolos.
-Van a morir –me dijo entonces, con una voz seria, como si mirásemos a nuestros hijos.
-¿Qué…?
-Que van a morir… -repitió ella-. Van a morir prontamente.
Y así, apenas lo dijo, comenzaron a perder el movimiento aquellos peces y se quedaron flotando ahí, como pequeños pétalos de carne.
-Antes no pasaba así –continuó-, antes si querías podías criarlos incluso, y tenían una vida normal… ¡si hasta se reproducían!
-Pero ¿pasó algo…? ¿Hubo algo que te ocurriera como para explicar el cambio…? –le pregunté.
-Nada. Todo está igual que siempre… salvo por los peces, claro… Si ya no están hechos para vivir los pececitos esos…
Luego, mientras hablaba, ella tomó uno de los cuerpos, desde el agua, y sin mediar explicación ni transición alguna, lo partió bruscamente, como si aquello fuese un hecho desligado de la delicadeza de sus palabras, y de la situación que estábamos viviendo.
-Mira –me dijo luego, acercándome el cuerpo, partido en dos-. Es como si nunca hubiesen estado vivos… son como nuggets de pescado…
-¿Cómo…?
-Que son como esos productos procesados en base a pescado, ¿no ves que no tienen nada adentro, salvo carne?
Yo me acerqué entonces y observé que sí, que los pececitos esos parecían falsos, como si hubiesen estado hechos de una especie de pasta… pero no se me ocurrió qué decir al respecto.
Ella, por último, despedazó los que quedaban sobre el agua para que pudieran irse sin problemas por la cañería. Y sacó el tapón.
IV.
Lo que cuento sucedió hace dos días, pero lo cierto es que aún no sé qué pensar de aquel asunto.
Lo peor, sin embargo, es que tampoco sé qué sentir.
Y es que por momentos pareciera que mis sensaciones, partidas en dos, revelasen también ese interior de embutido, o de alimento procesado… negándoles con esto, incluso la certeza de haber estado vivas.
Respecto a la mujer, me gustaría señalar simplemente, que no pude ayudarla a comprender nada, y que tras pasar unas horas más juntos, nos fuimos en distintas direcciones.
Así, al final de la historia, podríamos concluir diciendo que no hubo comprensión, ni enamoramiento, ni pececitos vivos.
La vida a veces es así, por supuesto…
Y hasta la maravilla es triste.
enlatados
ResponderEliminar... el arte de no decir nada
ResponderEliminar... de parir peces sin vida
... de estacionarse
... de quedar humedo en la lluvia.
AOC.
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