viernes, 13 de mayo de 2011

A los hombres débiles una gran obra los mata.

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“A los hombres débiles una gran obra los mata.
Creen que es su obra lo que hay que hacer y seguir haciendo
y no se dan cuenta que lo que hay que hacer
es ser franco, libre, ser quien se es.”
Juan Emar, Diarios, 1915.


Aún no conozco un hombre
que no sea débil.

Y aún no conozco una gran obra.

Sin embargo,
conozco a hombres tan débiles
que una obra mediana,
o hasta ligera,
les parece, sin duda,
una de grandes
e imposibles dimensiones.

Por otro lado,
observo día a día hombres que
desde su debilidad,
asumen su vida de pequeñas obras:
de trabajo,
de esfuerzo,
y de servicios que deben realizar sin nunca
levantar la vista…

Pues bien,
sucedió que durante años,
admiré profundamente a aquellos hombres.

Los defendí,
intenté ayudarlos,
y hasta los amé, -creí-,
desde mi sitio,
hasta que me di cuenta que sus acciones
eran arrojadas en la misma hoguera
en que se consumían nuestras vidas…

Y peor aún:
eran arrojadas por ellos mismos.

Y es que con el tiempo
dejé de ver cualquier tipo de heroísmo
en ese dar todo lo que tenemos
-y que por lo demás no es mucho-,
en función de otros a quienes les enseñamos
que el valor consiste, supuestamente,
en permitir ser a otros
mejores de lo que fuimos
nosotros mismos.

Y es que en definitiva todo aquello,
entendí que alimentaba finalmente
la principal y quizá única
de nuestras derrotas.

Poco importa si dejamos una casa,
o un par de autos,
o una educación académica que creemos de calidad
para asegurar –decimos-,
la holgada supervivencia
de nuestros hijos…

Eso es simplemente
pavimentar el camino,
que nos lleva a olvidar poco a poco
la importancia y el valor inmenso
que tenían nuestras propias vidas;
y es, por tanto,
el mayor signo de debilidad
que contamina incluso
el significado puro de esa misma debilidad
con la más baja de las cobardías.

Y es que la verdadera obligación
es otra.

Otra que a veces esquivamos
porque decimos evitar el egoísmo,
para a fin de cuentas
disfrazar nuestro miedo
a hacernos responsables
de la única gran responsabilidad:

Amarnos a nosotros mismos.

No me refiero, sin embargo,
a olvidarnos de los otros,
ni pretendo decir en lo absoluto
que esta acción sea similar
a vivir en función de un espejo
o de no exceder,
nuestros propios bordes…

Amarnos a nosotros mismos, entonces,
lo entiendo más bien
como hacernos dignos de nuestros de amor
a la vez que hacemos a nuestro amor
digno de nosotros.

Y sí,
por más que suene cursi,
y parezca más una renuncia
que una tarea necesaria,
lo cierto es que hacernos merecedores
de nuestro propio amor
y responsables de nuestra propia felicidad,
terminan siendo los elementos básicos
sobre los que podemos construir
-sin saberlo-,
nuestra gran obra.

Y es que al construirla,
ni siquiera nos daremos cuenta
que estamos realmente
edificando algo,
y la gran obra será entonces similar,
a una flor que nos crece en la espalda
o en la frente
sin que nos percatemos
de su presencia;
y la risa que producirá en los otros
y en nosotros,
vernos florecidos,
será entonces el reflejo de la alegría más pura
que podemos llegar a sentir
cada uno
de nosotros.

12 de mayo

2 comentarios:

  1. me llega...
    estoy mejor, incluso bien creo y en esa misma.
    Saludos.

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  2. En saberse vulnerable y seguir luchando pese a todo está la verdadera fortaleza. Hacer feliz al otro, nuestra grandeza.
    Un abrazo.

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