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Ella quería casarse a la antigua, con el vestido que había sido de su abuela, y de su madre… y que incluso esperaba pudiese usar una futura hija, si es que las cosas no cambiaban tanto y el rito sobrevivía una generación más, sin volverse absurdo.
Él, en cambio, veía en eso algo similar al autoengaño, pues sabía muy bien de los problemas de sus suegros y creía que el vestido no tenía la pureza que ella le atribuía, y agregaba incluso que negar aquello era simplemente una mentira.
-¡¿Una mentira?! –dijo ella.
-Claro que sería una mentira –dijo él.
Luego se quedaron en silencio, mirando en distintas direcciones.
Yo, en tanto, estaba en un sillón, frente a ambos, fingiendo seriedad y hasta anotando algunas frases en un cuaderno que me había prestado mi amigo, el verdadero consejero matrimonial.
-¿Y qué es para usted una mentira? –le pregunté al tipo, para seguir con la farsa.
-Pues no sé… algo que no es cierto… -contestó.
-¿Y para usted? –le pregunté a la mujer.
-¿Para mí qué?
-¿Qué es para usted la mentira? –le aclaré.
-¿En general?
-Sí, en general.
-Lo mismo, supongo… algo que no tiene verdad… -dijo ella.
-O sea que están de acuerdo en eso –dije yo, actuando tal como me habían recomendado.
Ellos asintieron.
Luego les pregunté unos cuantos datos a cada uno, como para llenar unas fichas. Ella tenía casi treinta años y él treinta y dos. Ambos eran profesionales y, a diferencia mío, ganaban buenos sueldos y no debían fingir ser lo que no eran, para poder llegar a fin de mes.
-Ahora bien –les dije, abordando el problema-, si bien el problema en concreto es un vestido, uno de ustedes habló de autoengaño… y me gustaría que me aclararan ese punto.
-Yo no tengo nada que aclarar –dijo la mujer.
-Yo hablé de autoengaño –dijo entonces el hombre-, porque creo que al hablar del vestido y las generaciones y heredar la felicidad, como incluso se ha llegado a decir, se está dejando de lado la pésima relación que existe entre los padres de mi mujer…
-¡No soy tu mujer! –interrumpió ella.
-Bueno, la pésima relación de los padres de ella –corrigió el hombre.
-Mis padres no se llevan pésimo –dijo la mujer-. Es decir, tienen problemas, como todos, pero solo lo normal… lo que sucede en la vida real, digamos… yo creo que usted debiese aclararle eso al que supuestamente va a ser mi marido, porque si no esto no va a ir a ningún sitio…
La discusión siguió entonces un buen rato, mientras ambos apelaban a que yo le planteara algo al otro, o aclarara algún punto.
Y claro, yo me estaba cansando de escucharlos, y como además apenas había dormido la noche anterior y ayudarlos a llegar a una acuerdo era algo que se veía cada vez más distante, no pude evitar tomar una decisión drástica.
-¿Pueden callarse? –les dije entonces, interrumpiendo sus historias.
Ellos me miraron y guardaron silencio, un tanto sorprendidos.
-Yo sé poco de estas cosas –confesé-. E incluso tengo poca tolerancia, con todo esto. Me importa una mierda lo del vestido y siento que a ustedes, en el fondo, igual les importa una mierda…
-A mí… -comenzó a decir la mujer…
-Cállese, por favor –interrumpí-. Hace bastante tiempo que creo muy poco en todo esto como para escuchar hablar de autoengaños, o de vidas normales, o de vestidos blancos… Y también hace mucho que no me cuestiono si alguna persona es totalmente distinta o simplemente es igual a todas… eso es algo que para mí perdió sentido…
Ellos se miraban, mientras yo hablaba, y supongo que me deben haber visto un tanto descompuesto, porque si no lo más lógico es que se hubiesen largado apenas yo comencé con aquel tono…
-¿Saben…? –continué-, lo más probable es que ustedes se casen y ella lleve el vestido blanco y sus vidas sean simplemente igual que todas… así, con suerte, si utilizan naftalina, como con el vestido, puede que no se desgaste de inmediato, y parezca bien cuidada, y ustedes puedan entonces sentirse orgullosos…
-Pero… -intentó decir el hombre.
-Pero el punto es que seguirán sin saber nada salvo nombres, -agregué, con un tono que infructuosamente intentaba ser sereno-, y como los nombres dicen poco y lo poco que dicen está a veces en un sentido equivocado, me temo que ocurrirá con ustedes lo mismo que con todos…
-¿Qué quiere decir? –preguntó la mujer.
-Quiero decir que estoy en un momento en que lamentablemente no logro creer en nada, y ustedes y su afecto y su puto vestido son parte de eso en que no creo…
-¡¿Con qué derecho le llama puto al vestido?! –dijo el hombre, levantándose…
-Con el derecho que me da no creer en nada que no tenga un precio, y con la certeza de saber que nada es puro ni merece ser tratado de esa forma…
-¡Yo no le voy a pagar esta consulta! –dijo entonces el hombre, mientras se acercaba a la mujer, como para irse del lugar.
-¿Y esa es toda su amenaza? –contesté-, ¿usted cree que me interesa su dinero, o su vestido, o su mujer, o su vida…?
-Pues entonces lo demandaré para que no pueda ejercer –volvió a amenazar-, es inconcebible que…
-¡Todo es concebible! –le grité-, y ese es el problema… ¡todo puede concebirse y todo está sucio…!
-¡Usted estará sucio! –arremetió la mujer.
-Pues sí –admití-, estoy sucio, y a lo mejor hasta podrido, pero no ando por ahí luchando por un puto vestido blanco…
-¡Ya le advertí que no llamara puto al vestido! –irrumpió el esposo.
-¡Puto y reputo vestido blanco! –ataqué-, ¡y puto el futuro de ustedes y el que tenemos todos si no logro sacarme esta sensación de mierda que tengo en el pecho…!
Ellos se miraron entonces, por un breve momento, antes de arremeter nuevamente.
-¿Y qué tenemos que ver nosotros con su sensación de mierda que tiene en el pecho? -Dijeron a dúo.
Y sí, reconozco que quise culparlos, y seguir gritándoles, pero comprendí entonces que no era ese el camino, y me sentí otro paso más cerca de ese colapso que no llega y que necesito desde hace tanto…
-¡¿No nos va a contestar?! –agregaron-, venimos acá y nos trata a gritos y luego cree que puede guardar silencio y simplemente desaparecer…
-¿Acaso hay otra cosa que pueda hacer? –les dije.
Pero ellos no contestaron.
Por último, colgándome de sus palabras, saqué un alfiler que llevo siempre para casos de urgencias e intenté pincharme, como si fuese un globo…
¡¡Plaaff!! Sonó entonces, al reventarme.
¿Pero saben...? la amargura no se disipó, como yo esperaba.
Discúlpenme por esto.
Y es que yo quería en realidad, contarles otra historia.
Él, en cambio, veía en eso algo similar al autoengaño, pues sabía muy bien de los problemas de sus suegros y creía que el vestido no tenía la pureza que ella le atribuía, y agregaba incluso que negar aquello era simplemente una mentira.
-¡¿Una mentira?! –dijo ella.
-Claro que sería una mentira –dijo él.
Luego se quedaron en silencio, mirando en distintas direcciones.
Yo, en tanto, estaba en un sillón, frente a ambos, fingiendo seriedad y hasta anotando algunas frases en un cuaderno que me había prestado mi amigo, el verdadero consejero matrimonial.
-¿Y qué es para usted una mentira? –le pregunté al tipo, para seguir con la farsa.
-Pues no sé… algo que no es cierto… -contestó.
-¿Y para usted? –le pregunté a la mujer.
-¿Para mí qué?
-¿Qué es para usted la mentira? –le aclaré.
-¿En general?
-Sí, en general.
-Lo mismo, supongo… algo que no tiene verdad… -dijo ella.
-O sea que están de acuerdo en eso –dije yo, actuando tal como me habían recomendado.
Ellos asintieron.
Luego les pregunté unos cuantos datos a cada uno, como para llenar unas fichas. Ella tenía casi treinta años y él treinta y dos. Ambos eran profesionales y, a diferencia mío, ganaban buenos sueldos y no debían fingir ser lo que no eran, para poder llegar a fin de mes.
-Ahora bien –les dije, abordando el problema-, si bien el problema en concreto es un vestido, uno de ustedes habló de autoengaño… y me gustaría que me aclararan ese punto.
-Yo no tengo nada que aclarar –dijo la mujer.
-Yo hablé de autoengaño –dijo entonces el hombre-, porque creo que al hablar del vestido y las generaciones y heredar la felicidad, como incluso se ha llegado a decir, se está dejando de lado la pésima relación que existe entre los padres de mi mujer…
-¡No soy tu mujer! –interrumpió ella.
-Bueno, la pésima relación de los padres de ella –corrigió el hombre.
-Mis padres no se llevan pésimo –dijo la mujer-. Es decir, tienen problemas, como todos, pero solo lo normal… lo que sucede en la vida real, digamos… yo creo que usted debiese aclararle eso al que supuestamente va a ser mi marido, porque si no esto no va a ir a ningún sitio…
La discusión siguió entonces un buen rato, mientras ambos apelaban a que yo le planteara algo al otro, o aclarara algún punto.
Y claro, yo me estaba cansando de escucharlos, y como además apenas había dormido la noche anterior y ayudarlos a llegar a una acuerdo era algo que se veía cada vez más distante, no pude evitar tomar una decisión drástica.
-¿Pueden callarse? –les dije entonces, interrumpiendo sus historias.
Ellos me miraron y guardaron silencio, un tanto sorprendidos.
-Yo sé poco de estas cosas –confesé-. E incluso tengo poca tolerancia, con todo esto. Me importa una mierda lo del vestido y siento que a ustedes, en el fondo, igual les importa una mierda…
-A mí… -comenzó a decir la mujer…
-Cállese, por favor –interrumpí-. Hace bastante tiempo que creo muy poco en todo esto como para escuchar hablar de autoengaños, o de vidas normales, o de vestidos blancos… Y también hace mucho que no me cuestiono si alguna persona es totalmente distinta o simplemente es igual a todas… eso es algo que para mí perdió sentido…
Ellos se miraban, mientras yo hablaba, y supongo que me deben haber visto un tanto descompuesto, porque si no lo más lógico es que se hubiesen largado apenas yo comencé con aquel tono…
-¿Saben…? –continué-, lo más probable es que ustedes se casen y ella lleve el vestido blanco y sus vidas sean simplemente igual que todas… así, con suerte, si utilizan naftalina, como con el vestido, puede que no se desgaste de inmediato, y parezca bien cuidada, y ustedes puedan entonces sentirse orgullosos…
-Pero… -intentó decir el hombre.
-Pero el punto es que seguirán sin saber nada salvo nombres, -agregué, con un tono que infructuosamente intentaba ser sereno-, y como los nombres dicen poco y lo poco que dicen está a veces en un sentido equivocado, me temo que ocurrirá con ustedes lo mismo que con todos…
-¿Qué quiere decir? –preguntó la mujer.
-Quiero decir que estoy en un momento en que lamentablemente no logro creer en nada, y ustedes y su afecto y su puto vestido son parte de eso en que no creo…
-¡¿Con qué derecho le llama puto al vestido?! –dijo el hombre, levantándose…
-Con el derecho que me da no creer en nada que no tenga un precio, y con la certeza de saber que nada es puro ni merece ser tratado de esa forma…
-¡Yo no le voy a pagar esta consulta! –dijo entonces el hombre, mientras se acercaba a la mujer, como para irse del lugar.
-¿Y esa es toda su amenaza? –contesté-, ¿usted cree que me interesa su dinero, o su vestido, o su mujer, o su vida…?
-Pues entonces lo demandaré para que no pueda ejercer –volvió a amenazar-, es inconcebible que…
-¡Todo es concebible! –le grité-, y ese es el problema… ¡todo puede concebirse y todo está sucio…!
-¡Usted estará sucio! –arremetió la mujer.
-Pues sí –admití-, estoy sucio, y a lo mejor hasta podrido, pero no ando por ahí luchando por un puto vestido blanco…
-¡Ya le advertí que no llamara puto al vestido! –irrumpió el esposo.
-¡Puto y reputo vestido blanco! –ataqué-, ¡y puto el futuro de ustedes y el que tenemos todos si no logro sacarme esta sensación de mierda que tengo en el pecho…!
Ellos se miraron entonces, por un breve momento, antes de arremeter nuevamente.
-¿Y qué tenemos que ver nosotros con su sensación de mierda que tiene en el pecho? -Dijeron a dúo.
Y sí, reconozco que quise culparlos, y seguir gritándoles, pero comprendí entonces que no era ese el camino, y me sentí otro paso más cerca de ese colapso que no llega y que necesito desde hace tanto…
-¡¿No nos va a contestar?! –agregaron-, venimos acá y nos trata a gritos y luego cree que puede guardar silencio y simplemente desaparecer…
-¿Acaso hay otra cosa que pueda hacer? –les dije.
Pero ellos no contestaron.
Por último, colgándome de sus palabras, saqué un alfiler que llevo siempre para casos de urgencias e intenté pincharme, como si fuese un globo…
¡¡Plaaff!! Sonó entonces, al reventarme.
¿Pero saben...? la amargura no se disipó, como yo esperaba.
Discúlpenme por esto.
Y es que yo quería en realidad, contarles otra historia.
No creo que haya habido otra historia...
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