I.
En ese tiempo yo hacía un taller de teatro en el psiquiátrico. Era una vez a la semana y más allá de una presentación final -que se veía bastante lejana-, lo que hacíamos era más cercano a una especie de terapia, donde nos movíamos un poco y asumíamos algunas conductas específicas.
Debe haber sido en una de esas clases cuando me enteré de la existencia de Franco, en el pabellón C.
-Su caso es un tanto singular –me contaron los enfermeros-. Ingresó hace unos años derivado de una residencia donde lo habían internado sus familiares, porque de un día para otro comenzó a creerse invisible.
-¿Cómo invisible? –pregunté.
-No visible -me dijeron esa vez. Y eso fue lo único que supe por un tiempo.
Luego, fueron pasando las semanas y me contaron otras cosas, por ejemplo, que él culpaba de su estado a una pócima que habría tomado, y que su efecto incluía también el creer que no era escuchado por los otros, ni percibido de forma alguna.
-¿Pero es tan peligroso como para tenerlo en el pabellón C? –preguntaba yo, sabiendo que en él se encontraban los pacientes aislados, generalmente derivados desde centros penitenciales.
-No es que sea peligroso –me explicaron-, pero su comportamiento es imprevisible y molesta al resto, y creemos que es preferible tenerlo ahí, bajo observación.
Fueron pasando así las semanas, y ante mi insistencia terminaron por ofrecerme visitar a Franco, el invisible, en el pabellón C.
II.
A la semana siguiente me hicieron firmar unos papeles, pues el pabellón C podía resultar en extremo peligroso. Me dijeron que ante todo, debía evitar establecer contacto con él, y fingir que no lo veía, al entrar en su cuarto.
Fue entonces que me acercaron ante una puerta cerrada y la abrieron ante mí, y me dijeron que ingresara y que ante cualquier emergencia apretara el botón verde, que estaba a un costado de la puerta.
Y entré en el lugar.
III.
No había nadie.
Quizá no me crean, pero es cierto.
Yo miraba cuidadosamente en todas direcciones y salvo una cama sin hacer que había ante mí, no veía a nadie en la habitación.
-¿Está debajo de la cama? –pregunté, acercándome a la puerta.
Pero desde fuera sólo escuché risas y alabanzas sobre lo buen actor que yo era.
Entonces, me acerque hasta la cama, y fingiendo recoger algo miré abajo, y descubrí que ahí tampoco había nada, y pensé que se estaban burlando de mí, y salí bruscamente y molesto, de la habitación.
-Si era una broma, podrían haberse ahorrado algunos trámites –les dije, pero ellos fingían no entender.
-¿Cómo que una broma…? –dijeron-. Si ha actuado usted excelentemente, señor Vian, ha pasado por el lado de Franco sin siquiera mirarlo, como si no estuviera ahí…
-¿De qué están hablando?
-De su actuación –contestaron-, fue excelente, sobre todo cuando fingió buscarlo debajo de la cama…
Yo los miraba e intentaba entender qué pasaba. Es decir, estaba seguro que se trataba de una broma, pero no sabía realmente cuál era la gracia, o hasta qué extremo podían seguir fingiendo.
Ese día evité alargar el tema y volví algo avergonzado a hacer el taller, y luego volví a mi casa.
IV.
Al día siguiente me llamó el director del pabellón C.
-¿Señor Vian?
-Sí, con él…
-Me he enterado que ha visitado usted al paciente Franco, y me gustaría informarle que su visita le ha sido de gran ayuda…
-¿Qué…?
-Que su visita le ha ayudado, y hoy ha presentado algunos progresos… ¿podría pasarse uno de estos días para pedirle cierta colaboración con el caso?
Yo dudaba un poco, pero conocía la voz del director y su tono era tan serio que de pronto comencé a dudar si realmente no vi a Franco y él estuvo ahí, cerca de una pared, o sobre la ropa revuelta, de la cama.
-¿Podemos contar con usted, señor Vian? –me insistía el director.
-Puede –confirmé- Voy inmediatamente.
V.
En resumen, la ayuda que querían de mí era la siguiente. Yo debía hacer una serie de visitas al cuarto de Franco, y fingir hablar sobre él, como si lo buscara, recalcando la necesidad que tenían algunas personas, de encontrarlo.
-Pero señor director –intenté explicar-, ¿está ahí realmente, Franco…?
-¿Qué quiere decir?
-Que si está realmente el paciente en aquel cuarto…
-Claro que sí, no sale nunca de ese cuarto, salvo cuando lo llevamos al baño.
-Pues yo creo que se ha tratado de un error, los enfermeros me jugaron una broma y me llevaron a un cuarto vacío…
-Eso es imposible.
-¿Por qué es imposible? –pregunté.
-Porque no es posible –aclaró el director-. Es decir, yo mismo observé su visita desde el espejo que estaba a un costado de la cama.
-¿Cómo…?
-El espejo es una ventana falsa, y da hacia el cuarto de observación… Yo mismo observé su visita.
-¿Y Franco estaba ahí?
-Al lado suyo… ¿de qué me está hablando, Vian?
Yo miré al director y entendí que hablaba en serio, y me sentí juzgado, y llegué a temer incluso que pudieran cuestionar mi propia cordura, así que acepté, y seguí el juego.
VI.
-Franco, ¿estás aquí…? –pregunté, entrando en la habitación y sin encontrarme con nadie, nuevamente.
Esta vez, me preocupé de mirar muy bien el lugar, dirigiendo incluso mi vista hacia arriba, por si estaba colgado en algún sitio. Pero no vi nada.
Intenté entonces seguir con la farsa, pero pensé entonces que si seguía hablando solo, podían quizá internarme, y que la broma podía ser en realidad una prueba para ver hasta donde resistía mi cordura. Así que salí del lugar.
-¿Qué le pasa? –me dijo el director, apenas salí.
-No quiero seguir con el juego.
-¿Tiene miedo de Franco? –me preguntó el director-. No se preocupe, usted ve que ni se le acerca, él lo escucha atentamente…
-Ahí no hay nadie –le dije.
-Claro, eso es lo que tiene que hacerle creer, que no lo ve, pero vaya y háblele sobre lo que acordamos…
Yo analicé la situación y me fijé que había asistido otro doctor y que todos esperaban que yo hablase con Franco, aunque él no estuviese en ese cuarto…
-¿Y…? ¿Va a entrar? –me apuraron.
Y yo entré.
VII.
Fue así que ingresé nuevamente en aquella habitación y hablé con Franco. Me senté sobre la cama y lamenté en voz alta que él no estuviese ahí, porque había gente buscándolo y recalqué varias veces la necesidad que tenían de encontrarlo.
-A veces las personas se convierten en piezas esenciales para los otros –decía yo-, y no es justo que desaparezcan así, sin dejar rastro.
Luego hablé de la voluntad del hombre, y plantee que la solución al problema de la invisibilidad era simplemente el querer mostrarse nuevamente ante los otros, ir a su encuentro…
-Yo no tengo a nadie –confesé entonces, envalentonado un poco ante aquella sensación absurda-, y supongo que de cierta forma también me he vuelto invisible, y puede que ni yo mismo sepa realmente en qué sitio me encuentro… Pero tú, Franco, más allá de que no te conozca realmente, tienes la oportunidad de regresar a un sitio que te espera… si estuvieras acá te diría que lo pensaras… y te decidieras a volver…
Seguí con el asunto un rato más. Me animé con aquello y pensé que al menos me jugaría todas las cartas de una vez. Y es que si iba a hacer el loco allá adentro, mejor sería hacerlo sólo en una oportunidad, y acabar con aquel enredo.
Así, hablando con Franco –y hablando de mí, en el fondo-, debo haber estado al menos media hora, tras lo cual salí del lugar y, ante los aplausos de los enfermeros y de los doctores, me apresuré a irme de aquel lugar, sin quedarme a averiguar realmente por qué aplaudían.
VIII.
Dejé el taller ese mismo día. Se lo encargué a un conocido que aceptó conducirlo y que incluso llegó a montar una obra con ellos, pasados unos meses.
Yo, mientras tanto, evitaba hablar del asunto, y estaba sumergido en otras cosas.
Sin embargo, la última vez que hablé con ese conocido –poco antes del estreno de la obra-, me contó que Franco había salido del pabellón C y que ahora formaba parte del taller.
-Según los doctores, dicen que te lo debe a ti –me dijo, seriamente-. No actúa muy bien, pero es un buen tipo, y al parecer saldrá pronto del lugar…
Luego me dio una invitación para ver la obra, pero yo no quise ir. De hecho, ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo de qué obra se trataba.
Y claro, tampoco volví a aquel lugar, ni supe nunca nada más sobre el supuesto Franco.
Respecto a mi vida, supongo que se reordenó y se desordenó después de aquello, y que hoy, con suerte, puede que se esté reordenando nuevamente.
Por eso, para cuidar ese nuevo orden, supongo que es mejor contar estas historias jugando a parecer ambiguo, convenciéndome yo mismo que se trata de mala literatura, y descartar otras opciones que no me reportarían beneficio alguno.
Además… ¿qué otra cosa puedo hacer?
En ese tiempo yo hacía un taller de teatro en el psiquiátrico. Era una vez a la semana y más allá de una presentación final -que se veía bastante lejana-, lo que hacíamos era más cercano a una especie de terapia, donde nos movíamos un poco y asumíamos algunas conductas específicas.
Debe haber sido en una de esas clases cuando me enteré de la existencia de Franco, en el pabellón C.
-Su caso es un tanto singular –me contaron los enfermeros-. Ingresó hace unos años derivado de una residencia donde lo habían internado sus familiares, porque de un día para otro comenzó a creerse invisible.
-¿Cómo invisible? –pregunté.
-No visible -me dijeron esa vez. Y eso fue lo único que supe por un tiempo.
Luego, fueron pasando las semanas y me contaron otras cosas, por ejemplo, que él culpaba de su estado a una pócima que habría tomado, y que su efecto incluía también el creer que no era escuchado por los otros, ni percibido de forma alguna.
-¿Pero es tan peligroso como para tenerlo en el pabellón C? –preguntaba yo, sabiendo que en él se encontraban los pacientes aislados, generalmente derivados desde centros penitenciales.
-No es que sea peligroso –me explicaron-, pero su comportamiento es imprevisible y molesta al resto, y creemos que es preferible tenerlo ahí, bajo observación.
Fueron pasando así las semanas, y ante mi insistencia terminaron por ofrecerme visitar a Franco, el invisible, en el pabellón C.
II.
A la semana siguiente me hicieron firmar unos papeles, pues el pabellón C podía resultar en extremo peligroso. Me dijeron que ante todo, debía evitar establecer contacto con él, y fingir que no lo veía, al entrar en su cuarto.
Fue entonces que me acercaron ante una puerta cerrada y la abrieron ante mí, y me dijeron que ingresara y que ante cualquier emergencia apretara el botón verde, que estaba a un costado de la puerta.
Y entré en el lugar.
III.
No había nadie.
Quizá no me crean, pero es cierto.
Yo miraba cuidadosamente en todas direcciones y salvo una cama sin hacer que había ante mí, no veía a nadie en la habitación.
-¿Está debajo de la cama? –pregunté, acercándome a la puerta.
Pero desde fuera sólo escuché risas y alabanzas sobre lo buen actor que yo era.
Entonces, me acerque hasta la cama, y fingiendo recoger algo miré abajo, y descubrí que ahí tampoco había nada, y pensé que se estaban burlando de mí, y salí bruscamente y molesto, de la habitación.
-Si era una broma, podrían haberse ahorrado algunos trámites –les dije, pero ellos fingían no entender.
-¿Cómo que una broma…? –dijeron-. Si ha actuado usted excelentemente, señor Vian, ha pasado por el lado de Franco sin siquiera mirarlo, como si no estuviera ahí…
-¿De qué están hablando?
-De su actuación –contestaron-, fue excelente, sobre todo cuando fingió buscarlo debajo de la cama…
Yo los miraba e intentaba entender qué pasaba. Es decir, estaba seguro que se trataba de una broma, pero no sabía realmente cuál era la gracia, o hasta qué extremo podían seguir fingiendo.
Ese día evité alargar el tema y volví algo avergonzado a hacer el taller, y luego volví a mi casa.
IV.
Al día siguiente me llamó el director del pabellón C.
-¿Señor Vian?
-Sí, con él…
-Me he enterado que ha visitado usted al paciente Franco, y me gustaría informarle que su visita le ha sido de gran ayuda…
-¿Qué…?
-Que su visita le ha ayudado, y hoy ha presentado algunos progresos… ¿podría pasarse uno de estos días para pedirle cierta colaboración con el caso?
Yo dudaba un poco, pero conocía la voz del director y su tono era tan serio que de pronto comencé a dudar si realmente no vi a Franco y él estuvo ahí, cerca de una pared, o sobre la ropa revuelta, de la cama.
-¿Podemos contar con usted, señor Vian? –me insistía el director.
-Puede –confirmé- Voy inmediatamente.
V.
En resumen, la ayuda que querían de mí era la siguiente. Yo debía hacer una serie de visitas al cuarto de Franco, y fingir hablar sobre él, como si lo buscara, recalcando la necesidad que tenían algunas personas, de encontrarlo.
-Pero señor director –intenté explicar-, ¿está ahí realmente, Franco…?
-¿Qué quiere decir?
-Que si está realmente el paciente en aquel cuarto…
-Claro que sí, no sale nunca de ese cuarto, salvo cuando lo llevamos al baño.
-Pues yo creo que se ha tratado de un error, los enfermeros me jugaron una broma y me llevaron a un cuarto vacío…
-Eso es imposible.
-¿Por qué es imposible? –pregunté.
-Porque no es posible –aclaró el director-. Es decir, yo mismo observé su visita desde el espejo que estaba a un costado de la cama.
-¿Cómo…?
-El espejo es una ventana falsa, y da hacia el cuarto de observación… Yo mismo observé su visita.
-¿Y Franco estaba ahí?
-Al lado suyo… ¿de qué me está hablando, Vian?
Yo miré al director y entendí que hablaba en serio, y me sentí juzgado, y llegué a temer incluso que pudieran cuestionar mi propia cordura, así que acepté, y seguí el juego.
VI.
-Franco, ¿estás aquí…? –pregunté, entrando en la habitación y sin encontrarme con nadie, nuevamente.
Esta vez, me preocupé de mirar muy bien el lugar, dirigiendo incluso mi vista hacia arriba, por si estaba colgado en algún sitio. Pero no vi nada.
Intenté entonces seguir con la farsa, pero pensé entonces que si seguía hablando solo, podían quizá internarme, y que la broma podía ser en realidad una prueba para ver hasta donde resistía mi cordura. Así que salí del lugar.
-¿Qué le pasa? –me dijo el director, apenas salí.
-No quiero seguir con el juego.
-¿Tiene miedo de Franco? –me preguntó el director-. No se preocupe, usted ve que ni se le acerca, él lo escucha atentamente…
-Ahí no hay nadie –le dije.
-Claro, eso es lo que tiene que hacerle creer, que no lo ve, pero vaya y háblele sobre lo que acordamos…
Yo analicé la situación y me fijé que había asistido otro doctor y que todos esperaban que yo hablase con Franco, aunque él no estuviese en ese cuarto…
-¿Y…? ¿Va a entrar? –me apuraron.
Y yo entré.
VII.
Fue así que ingresé nuevamente en aquella habitación y hablé con Franco. Me senté sobre la cama y lamenté en voz alta que él no estuviese ahí, porque había gente buscándolo y recalqué varias veces la necesidad que tenían de encontrarlo.
-A veces las personas se convierten en piezas esenciales para los otros –decía yo-, y no es justo que desaparezcan así, sin dejar rastro.
Luego hablé de la voluntad del hombre, y plantee que la solución al problema de la invisibilidad era simplemente el querer mostrarse nuevamente ante los otros, ir a su encuentro…
-Yo no tengo a nadie –confesé entonces, envalentonado un poco ante aquella sensación absurda-, y supongo que de cierta forma también me he vuelto invisible, y puede que ni yo mismo sepa realmente en qué sitio me encuentro… Pero tú, Franco, más allá de que no te conozca realmente, tienes la oportunidad de regresar a un sitio que te espera… si estuvieras acá te diría que lo pensaras… y te decidieras a volver…
Seguí con el asunto un rato más. Me animé con aquello y pensé que al menos me jugaría todas las cartas de una vez. Y es que si iba a hacer el loco allá adentro, mejor sería hacerlo sólo en una oportunidad, y acabar con aquel enredo.
Así, hablando con Franco –y hablando de mí, en el fondo-, debo haber estado al menos media hora, tras lo cual salí del lugar y, ante los aplausos de los enfermeros y de los doctores, me apresuré a irme de aquel lugar, sin quedarme a averiguar realmente por qué aplaudían.
VIII.
Dejé el taller ese mismo día. Se lo encargué a un conocido que aceptó conducirlo y que incluso llegó a montar una obra con ellos, pasados unos meses.
Yo, mientras tanto, evitaba hablar del asunto, y estaba sumergido en otras cosas.
Sin embargo, la última vez que hablé con ese conocido –poco antes del estreno de la obra-, me contó que Franco había salido del pabellón C y que ahora formaba parte del taller.
-Según los doctores, dicen que te lo debe a ti –me dijo, seriamente-. No actúa muy bien, pero es un buen tipo, y al parecer saldrá pronto del lugar…
Luego me dio una invitación para ver la obra, pero yo no quise ir. De hecho, ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo de qué obra se trataba.
Y claro, tampoco volví a aquel lugar, ni supe nunca nada más sobre el supuesto Franco.
Respecto a mi vida, supongo que se reordenó y se desordenó después de aquello, y que hoy, con suerte, puede que se esté reordenando nuevamente.
Por eso, para cuidar ese nuevo orden, supongo que es mejor contar estas historias jugando a parecer ambiguo, convenciéndome yo mismo que se trata de mala literatura, y descartar otras opciones que no me reportarían beneficio alguno.
Además… ¿qué otra cosa puedo hacer?
jejjee...muy bueno!
ResponderEliminarUn abrazo.