“La pregunta adecuada vendría a ser ésta:
¿Cómo hacemos para que el artista se mantenga descontento
de su cuadro y evite al mismo tiempo que esté vitalmente
descontento de su arte?
¿Cómo hacer para que el hombre nunca esté satisfecho de su trabajo
y no obstante siempre esté satisfecho de trabajar?
¿Cómo asegurarnos de que el pintor arrojará al retrato por la ventana
en vez de tomar la actitud más humana y natural
de arrojar por la ventana al modelo?”
G. K. Chesterton, Ortodoxia.
¿Cómo hacemos para que el artista se mantenga descontento
de su cuadro y evite al mismo tiempo que esté vitalmente
descontento de su arte?
¿Cómo hacer para que el hombre nunca esté satisfecho de su trabajo
y no obstante siempre esté satisfecho de trabajar?
¿Cómo asegurarnos de que el pintor arrojará al retrato por la ventana
en vez de tomar la actitud más humana y natural
de arrojar por la ventana al modelo?”
G. K. Chesterton, Ortodoxia.
La verdadera revolución no viene a levantarse desde ni contra ideales nuevos, pues justamente al ser nuevos no dan tiempo a la desesperación, que es a fin de cuentas la única instancia capaz de generar la verdadera revolución, que tanto ansiamos.
De esto se sigue que toda rebelión que tenga cierto carácter y sea estrictamente fiel a su significado, ha de nacer también de una regla estricta, afincada en anhelos e ideales que sean constantes y que no sean frutos estacionarios o pasajeros que pasan por el hombre de la misma forma en que los sueños pasan febrilmente por nosotros, durante la noche, para desvanecerse luego, recién comenzado el día.
Y es que el hombre que vemos cada día, -como ya planteara Chesterton en el libro citado en el epígrafe-, el obrero de la fábrica, el reponedor del supermercado, y hasta el profesor que pierde parte de su tiempo escribiendo en un blog cada noche, están constantemente demasiado ocupados como para creer en una libertad que exista más allá de la precaria literatura revolucionaria, o de los actos posibles que nuestro tiempo laboral nos permite abordar para que la sed verdadera –o la desesperación verdadera-, arroje raíces lo suficientemente sólidas y permanentes que permitan edificar, luego, sobre ellas, esa idea que ya casi produce risa, o incredulidad, como es la del supuesto “hombre nuevo” u “hombre libre” que corretea como un ideal desgastado entre los sueños de los hombres, y que se desvanece y olvida prontamente, como el nombre y la historia y los deseos de esos hombres quemados a lo bonzo defendiendo ideales que tampoco resultaron ser permanentes, y que, lamentablemente, ya olvidamos.
Podríamos reconocer, entonces, que la literatura revolucionaria nos tranquiliza. Y que esa constante sucesión de filosofías que va llenando la cabeza y el espíritu de los jóvenes termina siempre por calmarnos y retenernos en un mismo lugar.
Poco importa si el nombre es Bakunin, o Nietzsche, o cualquier otro… pues lo cierto es que el hombre libre, el antisocial y hasta el superhombre, esconden siempre bajo su apego a la teoría, un espíritu esclavo, que termina haciéndonos servir al dios apaciguador y carente de la coherencia suprema, que está en las acciones cotidianas y no en los libros abstractos que inspiran aquella filosofía que no puedo catalogar de una forma distinta a la de cobarde.
Sí: cobarde.
Y es que lo único que queda después de esas teorías es la fábrica, el supermercado, o la escuela, que según el nivel económico de sus alumnos, seguirá produciendo el material necesario para alimentar las hogueras de la fábrica, del supermercado, y de las nuevas escuelas, por supuesto, donde se generarán pequeñas revoluciones, que apaciguarán el ansia de la verdadera revolución, ya sea leyendo pequeños textos, o visitando “hogares” o haciendo campañas de recolección de ropa –y en general deshechos-, que nos permitan sentirnos libres, y nos engañen con la ilusión de la participación, la transformación, la consciencia social, y el humanismo semipodrido –pues “semipuro” sería simplemente otra falacia de las que ya estamos hartos-, con que se entibia nuestra desesperación, y se le ponen compresas frías, a nuestros sueños.
Quizá por eso la biblioteca de las grandes empresas, o los programas televisivos, o hasta las murallas de algunas calles, están repletas siempre de pequeñas ideas revolucionarias… respiraderos… pequeñas prórrogas que se extienden al espíritu para que el cuerpo no desespere, mientras suenan las canciones que hablan de sueños y libertad, en los pasillos de los malls, y hasta al interior de los autos de los grandes empresarios.
Y es que tal como decía Chesterton, hace más de un siglo atrás: “Mientras se esté cambiando siempre la idea del cielo, la visión de la tierra será siempre la misma. Ningún ideal perdura tiempo bastante para ser realizado; ni parcialmente realizado. El joven moderno nunca cambiará su medio ambiente, porque siempre cambiará su idea”.
¿Pero qué hacer entonces? Podríamos preguntarnos.
¿Qué hay más allá de esa serie de preguntas o críticas o certezas negativas que niegan incluso lo que creímos ser nuestras necesidades…?
La respuesta es sencilla; sólo existe un requerimiento:
Identificar la verdadera necesidad, el concepto establecido. Es decir, fijar el ideal, en primera instancia. Pero el ideal de todos… el que nos es común, identificar cuál es realmente esa sed que compartimos.
Luego, simplemente, -ojalá en quietud y sin desgastar nuestras creencias ni dudar de ellas con otras filosofías cobardes-, ir acumulando la desesperación… hasta que ya no podamos contenerla y debamos explotar y darnos a luz, definitivamente.
Y sí, quizá comenzar, entonces, (recién entonces) la lucha verdadera.
De esto se sigue que toda rebelión que tenga cierto carácter y sea estrictamente fiel a su significado, ha de nacer también de una regla estricta, afincada en anhelos e ideales que sean constantes y que no sean frutos estacionarios o pasajeros que pasan por el hombre de la misma forma en que los sueños pasan febrilmente por nosotros, durante la noche, para desvanecerse luego, recién comenzado el día.
Y es que el hombre que vemos cada día, -como ya planteara Chesterton en el libro citado en el epígrafe-, el obrero de la fábrica, el reponedor del supermercado, y hasta el profesor que pierde parte de su tiempo escribiendo en un blog cada noche, están constantemente demasiado ocupados como para creer en una libertad que exista más allá de la precaria literatura revolucionaria, o de los actos posibles que nuestro tiempo laboral nos permite abordar para que la sed verdadera –o la desesperación verdadera-, arroje raíces lo suficientemente sólidas y permanentes que permitan edificar, luego, sobre ellas, esa idea que ya casi produce risa, o incredulidad, como es la del supuesto “hombre nuevo” u “hombre libre” que corretea como un ideal desgastado entre los sueños de los hombres, y que se desvanece y olvida prontamente, como el nombre y la historia y los deseos de esos hombres quemados a lo bonzo defendiendo ideales que tampoco resultaron ser permanentes, y que, lamentablemente, ya olvidamos.
Podríamos reconocer, entonces, que la literatura revolucionaria nos tranquiliza. Y que esa constante sucesión de filosofías que va llenando la cabeza y el espíritu de los jóvenes termina siempre por calmarnos y retenernos en un mismo lugar.
Poco importa si el nombre es Bakunin, o Nietzsche, o cualquier otro… pues lo cierto es que el hombre libre, el antisocial y hasta el superhombre, esconden siempre bajo su apego a la teoría, un espíritu esclavo, que termina haciéndonos servir al dios apaciguador y carente de la coherencia suprema, que está en las acciones cotidianas y no en los libros abstractos que inspiran aquella filosofía que no puedo catalogar de una forma distinta a la de cobarde.
Sí: cobarde.
Y es que lo único que queda después de esas teorías es la fábrica, el supermercado, o la escuela, que según el nivel económico de sus alumnos, seguirá produciendo el material necesario para alimentar las hogueras de la fábrica, del supermercado, y de las nuevas escuelas, por supuesto, donde se generarán pequeñas revoluciones, que apaciguarán el ansia de la verdadera revolución, ya sea leyendo pequeños textos, o visitando “hogares” o haciendo campañas de recolección de ropa –y en general deshechos-, que nos permitan sentirnos libres, y nos engañen con la ilusión de la participación, la transformación, la consciencia social, y el humanismo semipodrido –pues “semipuro” sería simplemente otra falacia de las que ya estamos hartos-, con que se entibia nuestra desesperación, y se le ponen compresas frías, a nuestros sueños.
Quizá por eso la biblioteca de las grandes empresas, o los programas televisivos, o hasta las murallas de algunas calles, están repletas siempre de pequeñas ideas revolucionarias… respiraderos… pequeñas prórrogas que se extienden al espíritu para que el cuerpo no desespere, mientras suenan las canciones que hablan de sueños y libertad, en los pasillos de los malls, y hasta al interior de los autos de los grandes empresarios.
Y es que tal como decía Chesterton, hace más de un siglo atrás: “Mientras se esté cambiando siempre la idea del cielo, la visión de la tierra será siempre la misma. Ningún ideal perdura tiempo bastante para ser realizado; ni parcialmente realizado. El joven moderno nunca cambiará su medio ambiente, porque siempre cambiará su idea”.
¿Pero qué hacer entonces? Podríamos preguntarnos.
¿Qué hay más allá de esa serie de preguntas o críticas o certezas negativas que niegan incluso lo que creímos ser nuestras necesidades…?
La respuesta es sencilla; sólo existe un requerimiento:
Identificar la verdadera necesidad, el concepto establecido. Es decir, fijar el ideal, en primera instancia. Pero el ideal de todos… el que nos es común, identificar cuál es realmente esa sed que compartimos.
Luego, simplemente, -ojalá en quietud y sin desgastar nuestras creencias ni dudar de ellas con otras filosofías cobardes-, ir acumulando la desesperación… hasta que ya no podamos contenerla y debamos explotar y darnos a luz, definitivamente.
Y sí, quizá comenzar, entonces, (recién entonces) la lucha verdadera.
Texto subido el 11 de mayo.
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