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I.
No me pregunten por qué, pero entre mis manías extrañas, puede encontrarse la de no apretar los botones de los ascensores.
Es decir, ya de partida no me gustan los ascensores, pero si debo tomar alguno, intento evitar en lo posible accionar cualquiera de los botones, incluso el que sirve para llamarlos, por lo que a veces se producen situaciones incómodas.
-¿Está usted esperando el ascensor? –me preguntan.
-Sí –contesto.
Luego pasa un rato sin que nadie diga nada.
-Pero ¿apretó el botón? –suelen preguntar entonces.
-No –digo yo-.
Luego, por lo general, el otro lo aprieta y toma mi actuar como un descuido, y las cosas vuelven a fluir, como si nada.
Lo malo, es que a veces la situación no acepta ese final, y se hace necesaria una explicación, o comentario.
-¿Por qué no lo apretó? –preguntan en esas ocasiones.
-Porque cuando lo hago me siento incómodo –confieso, incapaz de mentir-. Como si fuese parte de un mecanismo…
-¿Cómo un engranaje?
-Mmm, no, como un engranaje no… pero la sensación no deja de ser incómoda, y me desagrada.
Generalmente en esta parte de la conversación, la otra persona me mira y se detiene un poco, hasta convencerse de que estoy hablando en serio.
-¿Y por qué no usa las escaleras? –preguntan entonces.
-Porque no las encontré –confieso yo, aunque a veces es simplemente porque el edificio las ha bloqueado, y ya ni quedan opciones.
El otro suele entonces apretar el botón del piso donde me dirijo, y se despide haciendo algún otro comentario sobre un caso que creen similar:
“Yo tengo un amigo que cuando se detiene da siempre un paso para atrás”, o
“Un compañero de trabajo no le gusta marcar el 8 cuando hace llamadas telefónicas”, o
“El hijo de un amigo hace caca de guata”
Es decir, soltando una de aquellas frases que creen, supongo, me hacen sentir mejor.
II.
-Lo que le pasa a usted es igualito a lo que le pasa a mi primo Braulio –me dijeron la última vez.
-¿Tampoco aprieta los botones de los ascensores?
-No, no es eso… pero suele sufrir un pequeño bloqueo cuando escucha una palabra.
-¿Cómo…? ¿Entonces al hablar con los demás se bloquea a cada rato…?
-No, parece que lo dije mal… me refería a que se bloquea cuando le dicen una palabra en especial…
-¿Cuál palabra?
-Cementerio.
-…
-…
-Ja… parece que también nos pasó a nosotros.
-Sí… supongo que no es mucho lo que se puede pensar sobre un cementerio…
-…
-…
-¿Podrías marcar el quinto piso? –digo yo entonces.
-¿Vas muy apurado…? ¿No quieres pasar al séptimo, primero…? –dice ella.
Y yo sin pensarlo mucho digo que bueno. Y vamos a su cuarto. Y tenemos sexo en un sillón, sobre una mesa, y por último, en su cuarto.
Luego, subimos a la azotea. Y ella lleva un termo con café, porque hace frío.
III.
-No hablas mucho –dice ella.
-Es que me quedé pensando en la palabra cementerio –digo yo.
Luego tomamos café y miramos pasar los autos, abajo, sin decir palabra.
-¿En qué piensas? –me pregunta entonces, de improviso.
-Me acordaba de una vez que fui a buscar a alguien a un cementerio –le cuento-. Estaba pasando por fuera de uno que queda cerca del colegio donde trabajo y me dieron ganas de entrar y buscar una lápida con un nombre concreto…
-¿De alguien muerto?
-Quizá, ahora no lo sé muy bien… Pero lo extraño es que en ese momento estaba seguro que iba a encontrar una lápida con ese nombre…
-¿Para qué?
-¿Cómo “para qué”?
-¿Para qué querías encontrar la lápida?
-No lo sé muy bien –confieso-, supongo que era como encontrar la palabra "fin", al terminar un libro…
-¿Y?
-¿Y qué?
-¿Encontraste la lápida…?
-No. No la encontré –admití-. Pero tampoco busqué tanto… puede que la dejase pasar…
Ella entonces se acerca un poco y me toma de un brazo, mientras miramos hacia abajo, y vemos los autos pasar, como una imagen que se repite en unos de esos viejos cines rotativos.
IV.
Otra de mis manías extrañas –y esta es un tanto nueva-, es caminar por las barandas de los edificios.
Siempre lo hago cuando estoy solo y me aseguro que no haya nadie que observe la situación, pues entonces su significado cambiaría, y todo se convertiría en espectáculo.
Por lo demás, cuando lo hago, suelo cerrar los ojos y respirar hondo, y el vértigo que me aqueja desde pequeño desaparece, como por arte de magia.
Entonces, mientras avanzo, la vida suele entregar un pequeño sentido, y revelar su valor. Así, mientras el viento me mueve el pelo y abro mis manos para sentir el aire, a veces percibo algo similar a la sensación que se tiene, cuando se ha aprendido algo…
Y claro, yo me pregunto qué.
No me pregunten por qué, pero entre mis manías extrañas, puede encontrarse la de no apretar los botones de los ascensores.
Es decir, ya de partida no me gustan los ascensores, pero si debo tomar alguno, intento evitar en lo posible accionar cualquiera de los botones, incluso el que sirve para llamarlos, por lo que a veces se producen situaciones incómodas.
-¿Está usted esperando el ascensor? –me preguntan.
-Sí –contesto.
Luego pasa un rato sin que nadie diga nada.
-Pero ¿apretó el botón? –suelen preguntar entonces.
-No –digo yo-.
Luego, por lo general, el otro lo aprieta y toma mi actuar como un descuido, y las cosas vuelven a fluir, como si nada.
Lo malo, es que a veces la situación no acepta ese final, y se hace necesaria una explicación, o comentario.
-¿Por qué no lo apretó? –preguntan en esas ocasiones.
-Porque cuando lo hago me siento incómodo –confieso, incapaz de mentir-. Como si fuese parte de un mecanismo…
-¿Cómo un engranaje?
-Mmm, no, como un engranaje no… pero la sensación no deja de ser incómoda, y me desagrada.
Generalmente en esta parte de la conversación, la otra persona me mira y se detiene un poco, hasta convencerse de que estoy hablando en serio.
-¿Y por qué no usa las escaleras? –preguntan entonces.
-Porque no las encontré –confieso yo, aunque a veces es simplemente porque el edificio las ha bloqueado, y ya ni quedan opciones.
El otro suele entonces apretar el botón del piso donde me dirijo, y se despide haciendo algún otro comentario sobre un caso que creen similar:
“Yo tengo un amigo que cuando se detiene da siempre un paso para atrás”, o
“Un compañero de trabajo no le gusta marcar el 8 cuando hace llamadas telefónicas”, o
“El hijo de un amigo hace caca de guata”
Es decir, soltando una de aquellas frases que creen, supongo, me hacen sentir mejor.
II.
-Lo que le pasa a usted es igualito a lo que le pasa a mi primo Braulio –me dijeron la última vez.
-¿Tampoco aprieta los botones de los ascensores?
-No, no es eso… pero suele sufrir un pequeño bloqueo cuando escucha una palabra.
-¿Cómo…? ¿Entonces al hablar con los demás se bloquea a cada rato…?
-No, parece que lo dije mal… me refería a que se bloquea cuando le dicen una palabra en especial…
-¿Cuál palabra?
-Cementerio.
-…
-…
-Ja… parece que también nos pasó a nosotros.
-Sí… supongo que no es mucho lo que se puede pensar sobre un cementerio…
-…
-…
-¿Podrías marcar el quinto piso? –digo yo entonces.
-¿Vas muy apurado…? ¿No quieres pasar al séptimo, primero…? –dice ella.
Y yo sin pensarlo mucho digo que bueno. Y vamos a su cuarto. Y tenemos sexo en un sillón, sobre una mesa, y por último, en su cuarto.
Luego, subimos a la azotea. Y ella lleva un termo con café, porque hace frío.
III.
-No hablas mucho –dice ella.
-Es que me quedé pensando en la palabra cementerio –digo yo.
Luego tomamos café y miramos pasar los autos, abajo, sin decir palabra.
-¿En qué piensas? –me pregunta entonces, de improviso.
-Me acordaba de una vez que fui a buscar a alguien a un cementerio –le cuento-. Estaba pasando por fuera de uno que queda cerca del colegio donde trabajo y me dieron ganas de entrar y buscar una lápida con un nombre concreto…
-¿De alguien muerto?
-Quizá, ahora no lo sé muy bien… Pero lo extraño es que en ese momento estaba seguro que iba a encontrar una lápida con ese nombre…
-¿Para qué?
-¿Cómo “para qué”?
-¿Para qué querías encontrar la lápida?
-No lo sé muy bien –confieso-, supongo que era como encontrar la palabra "fin", al terminar un libro…
-¿Y?
-¿Y qué?
-¿Encontraste la lápida…?
-No. No la encontré –admití-. Pero tampoco busqué tanto… puede que la dejase pasar…
Ella entonces se acerca un poco y me toma de un brazo, mientras miramos hacia abajo, y vemos los autos pasar, como una imagen que se repite en unos de esos viejos cines rotativos.
IV.
Otra de mis manías extrañas –y esta es un tanto nueva-, es caminar por las barandas de los edificios.
Siempre lo hago cuando estoy solo y me aseguro que no haya nadie que observe la situación, pues entonces su significado cambiaría, y todo se convertiría en espectáculo.
Por lo demás, cuando lo hago, suelo cerrar los ojos y respirar hondo, y el vértigo que me aqueja desde pequeño desaparece, como por arte de magia.
Entonces, mientras avanzo, la vida suele entregar un pequeño sentido, y revelar su valor. Así, mientras el viento me mueve el pelo y abro mis manos para sentir el aire, a veces percibo algo similar a la sensación que se tiene, cuando se ha aprendido algo…
Y claro, yo me pregunto qué.
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