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No hace tanto tiempo bastaba levantar una piedra para encontrar bichos. Uno iba por ahí y de pronto daban ganas de mirar y era sencillo el descubrir todo aquello, que existía oculto, bajo las piedras.
Sin embargo, algo pasó. Y no me refiero a aquello más profundo que ocurrió en nosotros, sino al hecho concreto de que ya no hay nada bajo las piedras, o muy poco.
Podría demorarme en razones, o en buscar hipótesis, pero lo cierto es que me abruma el hecho concreto: el fenómeno. La ausencia de.
Y es que recuerdo momentos exactos, descubrimientos que llegaban a aturdir incluso como la vez aquella que de pequeño, descubrí que existían lombrices que, si se partían, pasaban a convertirse en dos, y así hasta un número que creí infinito.
Puede que exceda un poco el ámbito de la sinceridad con esto, pero confieso que incluso esa vez lloré -sin saber por qué, claro-, y guardé el secreto para no ensuciar mi descubrimiento y escuchar como respuesta que eso era “de lo más normal” y pasar luego a hablar de otra cosa.
Lo mismo me sucedía, en todo caso, con toda una serie de fenómenos que podías encontrar ahí: los chanchitos de tierra que se cerraban en sí mismos, las filas y filas de hormigas que podías seguir hasta encontrar pequeños túneles subterráneos, o los extraños caminos de unos escarabajos de colores que no he vuelto a ver desde hace años… -y no necesariamente por haber dejado de buscar-.
Pero claro, decía en un inicio que esto ya no ocurre. Que algo pasó y hoy bajo las piedras apenas y hay algo. Y los niños de hoy ya no saben que antes sí… que la vida estaba ahí mismo, para el que quisiera verla, y que las piedras tenían también un lado vivo… que se ofrecía así, sin más.
Lo extraño, pienso hoy, es que ese lado vivo, parece haber ido a parar a algún sitio más lejano… y la vida ordenada del asfalto, y del estudio, y del trabajo, y de todo aquello que nos inventamos para convertirnos en gente seria, parece habernos hecho olvidar que existía vida en el lado oculto de la piedra, y que podíamos verla y aprender que absolutamente nada carece en realidad de vida, y de secreto, y maravilla.
Y es que de niños jugamos a creer en los demás, creemos en el adulto y en la explicación que nos da sobre el mundo, pero acostumbrábamos guardar un espacio de nosotros para creer en algo que era dado por nuestra propia experiencia y que podía desafiar todo aquello que entendíamos como normal y aceptábamos –o fingíamos aceptar- como correcto.
Hoy, en cambio, ese espacio de duda ya no existe, y el mundo que presentan los adultos es creído sin reparos. Y se aceptan las reglas, y creemos en las ciencias, y en el lenguaje… y dejamos que todos esos conocimientos secos -que también son piedras-, nos vayan lapidando poco a poco, simplemente porque el mundo es así: porque Dios es una idea obsoleta y porque el corazón es un músculo. Y porque nos enseñan que no hay más.
Lo peor es que hoy, además, estoy en el bando de los que enseñan. O en el lado muerto de la piedra, si sigo la idea de antes.
Lejos estoy del niño que lloraba al ver como unas lombrices se partían y seguían vivas y tomaban incluso distintas direcciones. Lejos estoy de cuestionarme sus sentimientos, o de alegrarme secretamente porque habías encontrado la puerta tapiada que daba hacia los secretos vivos que los adultos te ocultaban… Lejos estoy de alegrarme cuando los chanchitos de tierra se abrían nuevamente y uno sentía ingenuamente que estaban en confianza contigo…
Y es que hoy, simplemente, parece que uno también se ha secado… y los bichos te rehúyen… y falta algo…
Habrá que desconfiar, por tanto, de lo que ha llegado a ser uno… habrá que ponerse en duda… y salir ahora mismo a buscar en las piedras y en uno mismo, el lado vivo…
Sí. Hay que hacerlo. Antes de.
Sin embargo, algo pasó. Y no me refiero a aquello más profundo que ocurrió en nosotros, sino al hecho concreto de que ya no hay nada bajo las piedras, o muy poco.
Podría demorarme en razones, o en buscar hipótesis, pero lo cierto es que me abruma el hecho concreto: el fenómeno. La ausencia de.
Y es que recuerdo momentos exactos, descubrimientos que llegaban a aturdir incluso como la vez aquella que de pequeño, descubrí que existían lombrices que, si se partían, pasaban a convertirse en dos, y así hasta un número que creí infinito.
Puede que exceda un poco el ámbito de la sinceridad con esto, pero confieso que incluso esa vez lloré -sin saber por qué, claro-, y guardé el secreto para no ensuciar mi descubrimiento y escuchar como respuesta que eso era “de lo más normal” y pasar luego a hablar de otra cosa.
Lo mismo me sucedía, en todo caso, con toda una serie de fenómenos que podías encontrar ahí: los chanchitos de tierra que se cerraban en sí mismos, las filas y filas de hormigas que podías seguir hasta encontrar pequeños túneles subterráneos, o los extraños caminos de unos escarabajos de colores que no he vuelto a ver desde hace años… -y no necesariamente por haber dejado de buscar-.
Pero claro, decía en un inicio que esto ya no ocurre. Que algo pasó y hoy bajo las piedras apenas y hay algo. Y los niños de hoy ya no saben que antes sí… que la vida estaba ahí mismo, para el que quisiera verla, y que las piedras tenían también un lado vivo… que se ofrecía así, sin más.
Lo extraño, pienso hoy, es que ese lado vivo, parece haber ido a parar a algún sitio más lejano… y la vida ordenada del asfalto, y del estudio, y del trabajo, y de todo aquello que nos inventamos para convertirnos en gente seria, parece habernos hecho olvidar que existía vida en el lado oculto de la piedra, y que podíamos verla y aprender que absolutamente nada carece en realidad de vida, y de secreto, y maravilla.
Y es que de niños jugamos a creer en los demás, creemos en el adulto y en la explicación que nos da sobre el mundo, pero acostumbrábamos guardar un espacio de nosotros para creer en algo que era dado por nuestra propia experiencia y que podía desafiar todo aquello que entendíamos como normal y aceptábamos –o fingíamos aceptar- como correcto.
Hoy, en cambio, ese espacio de duda ya no existe, y el mundo que presentan los adultos es creído sin reparos. Y se aceptan las reglas, y creemos en las ciencias, y en el lenguaje… y dejamos que todos esos conocimientos secos -que también son piedras-, nos vayan lapidando poco a poco, simplemente porque el mundo es así: porque Dios es una idea obsoleta y porque el corazón es un músculo. Y porque nos enseñan que no hay más.
Lo peor es que hoy, además, estoy en el bando de los que enseñan. O en el lado muerto de la piedra, si sigo la idea de antes.
Lejos estoy del niño que lloraba al ver como unas lombrices se partían y seguían vivas y tomaban incluso distintas direcciones. Lejos estoy de cuestionarme sus sentimientos, o de alegrarme secretamente porque habías encontrado la puerta tapiada que daba hacia los secretos vivos que los adultos te ocultaban… Lejos estoy de alegrarme cuando los chanchitos de tierra se abrían nuevamente y uno sentía ingenuamente que estaban en confianza contigo…
Y es que hoy, simplemente, parece que uno también se ha secado… y los bichos te rehúyen… y falta algo…
Habrá que desconfiar, por tanto, de lo que ha llegado a ser uno… habrá que ponerse en duda… y salir ahora mismo a buscar en las piedras y en uno mismo, el lado vivo…
Sí. Hay que hacerlo. Antes de.
Levantar una piedra y descubrir a los ciempiés. Aun recuerdo la sensación, la maravilla...
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