viernes, 20 de septiembre de 2019

Iriskrinjinen.


I.

Le llegó la caja un sábado, muy temprano.

De hecho, todavía estaba acostado cuando sonó el timbre y vio afuera el furgón de envíos.

Dos hombres cargaban la caja mientras esperaban que él saliera y firmara el recibo.

Él firmo y les pidió amablemente que le dejaran la caja en el patio.

Era mucho más grande de lo que había pensado y parecía bastante pesada.

Les dio a los hombres una pequeña propina y los acompañó hasta la puerta.

Luego cerró con llave y se dirigió a abrir la caja.

Era bastante obvio que no contenía lo que había pedido.


II.

Él había encargado una docena de camisetas.

Le había gustado el diseño y pensó que podrían ser un buen negocio.

Encargó doce solamente para comprobar la calidad y la seguridad del envío.

Pero en esa caja, sin duda, había mucho más que doce camisetas.

Mientras la abría, observaba las letras chinas escritas a un costado.

No entendía nada, por supuesto.

Entonces hizo cortes en la caja hasta que logró abrirla.

Dentro encontró un gran plástico, plegado.

No entendía bien qué era así que hizo espacio, para sacarlo.

Era una sola gran pieza.

Con un pituto, en una esquina, para inflarla.


III.

Buscó un manual, en la caja, pero no encontró nada.

De todas formas, era un procedimiento básico.

No tenía motor para inflarla, así que empezó a soplar, simplemente.

Veinte minutos después estaba mareado y no había avanzado prácticamente nada.

Así y todo, le pareció que era una figura humana.

Al menos encontró unos pies, que tenían peso y distinguió también las extremidades y una cabeza.

Tal vez era una especie de juego inflable, se dijo.

Podía venderlo y ganar algo de dinero, pensó, mientras volvía a inflar.

Lo hizo durante seis horas, a intervalos, ese día.

Emplearía, finalmente, varios más.


IV.

Desde el segundo día sus vecinos le preguntaron por aquello.

Él dijo que se trataba de un proyecto, y que no podía contar más.

La figura ya se veía por sobre las paredes y seguía creciendo.

Pensó en conseguirse algo para inflarlo, pero desistió finalmente, y tomó aquello como un desafío personal.

Tres días después terminó de inflarlo.

La figura debía tener más de cuatro metros, fácilmente.

Encontró unas cuerdas que servían para anclarla al piso y evitar que se cayera, con el viento.

Se trataba de una especie de extraterrestre, por cierto, de aspecto amistoso, sin ninguna función especial.


V.

Desde la ventana de su dormitorio, en el segundo piso, podía ver el rostro del extraterrestre.

Parecía sonreír, de cierta forma, aunque no lo hacía de una manera tradicional.

Cuando soplaba el viento y se movía un poco, los perros de los vecinos ladraban, aunque cada vez menos.

Esto trajo algunos problemas, pero como él se comprometió a que solo estaría inflado por unos días, mientras comprobaba su resistencia, no lo molestaron más.

Pasaron así una semana, y luego quince días.

Cada mañana, si notaba que se había desinflado un poco, volvía a echarle aire, antes de irse a trabajar.


VI.

Le puso nombre al extraterrestre.

Iriskrinjinen, lo llamó.

A veces hablaba con él, desde su cuarto.

Buscó el producto en internet, para saber algo más, pero no encontró nada.

En el recibo tampoco había información, salvo las medidas de la caja.

Concluyó entonces que Iriskrinjinen era un ser único.

Después de todo, él y sus vecinos eran iguales, pero Iriskrinjinen no.

Él mismo lo había inflado, además.

Estaba lleno de su aliento, y podía sentirse orgulloso.

A veces, soñaba que venía una tormenta y se lo llevaba.

Despertaba angustiado y solo se aliviaba al verlo otra vez, tras la ventana.


VII.

Fue un día en que hizo horas extras cuando se perdió Iriskrinjinen.

Volvió tarde, ese día, y ya antes de entrar notó que el extraterrestre no estaba.

Tampoco encontró las amarras y solo quedaban las marcas de sus pies, en el piso.

Preguntó a sus vecinos, esa noche, pero nada habían visto.

Extrañamente, pensó que Iriskrinjnen se había ido por su cuenta, al no verlo llegar.

Estaba triste, por supuesto, pero más tranquilo de lo que esperaba.

Esa noche, frente al computador, encargó nuevamente doce camisetas, por si se repetía el milagro.

Lloró un poquito, mientras lo hacía, nada más.

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