martes, 3 de julio de 2018

¡Pobres viejos!, dicen los viejos.


Los viejos y su lenguaje del malestar.

Los viejos y su lenguaje de la dolencia.

Los escucho en todo momento.

En todo lugar y en todo momento.

Temerosos.

Cobardes.

Molestos.

Se amontonan en los rincones, los viejos.

Entre las sombras.

En los parques olvidados.

Ahí se organizan.

Ahí es donde gestan su ataque.

Malentienden lo que ocurre.

Sus palabras son débiles, pero filosas.

Bajo sus voces se escuchan chillidos de ratas.

Expertos en esas enfermedades de muerte.

Tipos de cánceres, por ejemplo.

Tipos de dolores.

Tipos de abandono, incluso.

Buscan el daño, entonces, a modo de defensa.

Intentan que entendamos que seremos también de su bando.

Enumeran las dolencias.

Las bautizan como si fuesen hijos.

Estudian las muertes así como estudian las salidas.

Se niegan a morir sin contaminar a los otros de su propia muerte.

Sin restregarnos sus dolores.

¡Pobre viejos!, dicen los viejos.

Y los más incautos repiten las palabras como si fuesen propias.

Observan los jardines, de los viejos.

Los compadecen por seguir el curso natural de las cosas.

¡Por negarse o retrasar el curso natural de las cosas…!

¡Pobre viejos!, dicen los viejos.

Y aúllan mientras dormimos para sembrar la culpa.

Para transmitir su malestar.

Su lenguaje del malestar.

Su lenguaje de dolencias.

Sus oraciones dirigidas quién sabe dónde.

¡Pobres viejos!, dicen los viejos.

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