Día por medio encuentro una lanza en mi patio.
Una lanza larga, de madera y con una punta filosa,
de metal.
Por lo general está enterrada en el suelo, aunque
de vez en cuando causa algún destrozo.
Nunca he visto llegar una así que no sé bien de dónde vienen.
Además, aparecen clavadas en distintas direcciones,
lo que no me deja distinguir el sector del que provienen.
Para aclarar el misterio decido esperar yo mismo,
en el patio, aquellas lanzas.
Monto guardia entonces, de pie, y atento a lo que
pasa.
Ya en la madrugada, cerca del alba, siento el
sonido de una.
Poco después, descubro que la lanza se ha clavado
en uno de mis pies.
Ahogo el grito e intento observar mi pie, clavado
al suelo.
Carne abierta, huesos rotos y sangre que se esparce
por la tierra.
Ese pie no podrá rehacerse, pienso entonces,
mientras amanece.
Intento sentarme, con la lanza clavada, todavía, en
uno de mis pies.
El dolor me hace temblar y no consigo pensar cómo
sacar el pie de ahí ni detener la hemorragia.
En instantes llamaré una ambulancia y tendré que
explicar lo sucedido.
Alguien me
arrojó una lanza, les diré, y me
destrozó un pie.
Ellos y yo sabremos, sin embargo, que esa no es,
plenamente, la verdad.
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